En el apogeo del último día de Táliah, Ághanon se sumía en la efervescencia del evento más trascendental: la centralización de las Lunas y el descenso de los Espíritus originarios, una ceremonia venerada, conocida como Amsarishta.
El paisaje de Ághanon se transformaba en un despliegue deslumbrante. Los colores adquirían una viveza y alegría sin igual, convirtiéndose en un espectáculo astral que cautivaba a todos los habitantes de la tierra wyd. Era un momento único en el que las Lunas, en todas sus formas, tamaños y colores, adornaban el cielo infinito, sumergiendo la ciudad en un resplandor celestial.
En ese día sagrado, el imponente templo de las Lunas hacía su aparición majestuosa, emergiendo una vez cada seis lunas sobre el Zonú. La energía que emanaba elevaba rocas desde las profundidades, creando una amplia avenida adoquinada sobre el río. El camino iluminado guiaba a los habitantes hacia el epicentro de la celebración, marcando el inicio de una velada mágica.
Era una ceremonia alegre y devocional que honraba los orígenes y la gracia de los espíritus hacia todos los habitantes. Los únicos colores permitidos eran los de las Lunas (blanco, lila, dorado, púrpura, ámbar y turquesa) y todos debían llevar sus ofrendas para depositarlas en el centro del círculo formado por la alineación de los astros. Una vez que el rayo emitido consumía las ofrendas se daba por iniciada la celebración.
Vera estaba familiarizada con los detalles de la celebración gracias a las numerosas menciones de Izal y sus cuidadores. El saludo emblemático del evento era "Sujat Amsarishta", una expresión que debía ser otorgada a cualquier ser que cruzara su camino. La narrativa de la festividad ya le había concedido un aura impresionante, solo ansiaba que la realidad no despedazara en mil fragmentos la majestuosidad que había pintado en su mente.
No obstante, antes de sumergirse en el esplendor del espectáculo espiritual, tenía una tarea pendiente: recuperar la piedra que pertenecía a su madre. Estaba convencida de que Gabriela no era una ladrona y estaba decidida a regresar con ella a como diera lugar. Después de todo, esa piedra le pertenecía a ella por derecho.
Una vez más, se encontró inmersa en la exuberancia de la selva. La ventaja estaba en que todos se encontrarían en el Zonú, permitiéndole aventurarse con tranquilidad hacia Davengor para recuperar su piedra. Intentó descifrar lo que mostraba su illué, maravillándose de cómo Enid lograba interpretarlas. Al final, se rindió ante la complejidad del objeto y optó por recordar el trayecto que compartió con Zen, hasta la morada de su abuelo.
Qué extraño era todo eso, ella pensaba lo peor de los papás de Luis y, su abuelo de sangre quería matarla. Y aunque eso ya no debería importarle, le dolía. Pero en ese memento debía enfocarse en descubrir si su padre aún estaba vivo. La simple idea la llenó de esperanza, desencadenando una felicidad frágil pero palpable.
Llegó luego de mucho andar, la casa estaba iluminada pero no había rastros de que estuviera habitada. Se deslizó sigilosamente hacia el jardín y emprendió la búsqueda. Allí, entretejida con las raíces del imponente árbol, yacía la piedra. Resultaba asombroso que Zironc no la hubiera descubierto.
Con firmeza la tomó y tras librar una pequeña batalla con las enredadas raíces, huyó hasta toparse con el bendito lumario. Sin atisbo de temor, avanzó hacia él con determinación, permitiéndose envolverse por esa fuente de energía que la poseyó, derribándola de rodillas por la intensidad que emanaba. No estaba segura de si ese era el procedimiento adecuado, pero surtió efecto. Salir de la fuente lunar resultó complicado; su gema ahora lucía en tonalidades oscuras. Un calor vigorizante se propagó por su ser, sus piernas temblaban, experimentando un constante hormigueo.
Empapada en esa energía revitalizante, retomó la piedra y prosiguió con su odisea. Una vez recuperada, corrió todo lo que pudo. Luego de andar por un tramo, se detuvo de repente, maravillada por la visión que se desplegaba ante sus ojos: las seis lunas resplandecían en lo alto, desde donde descendían luces densas como una majestuosa cascada. Una imponente estructura suspendida en el aire se erigía bajo ese esplendor. Ella, que se encontraba a una gran distancia, se sentía deslumbrada, no podía ni imaginar la magnificencia que experimentaban aquellos que estaban frente al templo. Los espíritus derramaban sus bendiciones sobre los aghanienses, y ella se estaba perdiendo ese asombroso espectáculo.
Luchó por desterrar esos pensamientos, consciente de que nunca podría saborear la solemnidad a su alrededor si su padre no estaba presente. Acercó la piedra a su collar siguiendo el ritual practicado en su hogar, pero ya no emanaba calor. Escudriñó el entorno ansiosa, pero no había señales. Llamó a sus padres, pronunció sus nombres con la esperanza de obtener alguna respuesta, un susurro siquiera. No obstante, el silencio persistía, sin rastro de presencias. ¿Era acaso una falsedad? No, no podía serlo. Ella había escuchado a Gabriela, quien era parte del reino espiritual. Entonces, ¿por qué no lograba percibir a nadie?
—Papá— susurró con pesar, vencida y derrotada. —Pá, soy yo, Vera— continuó, pero sus palabras se entrelazaban con el llanto que comenzaba a aflorar. Se sintió miserable, tanto para nada. Iba a comenzar a llamarlos alzando más la voz cuando un estremecedor “¡Tú!” Resonó, paralizándola por completo.