Agua

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Pandora me acompañó a lo que parecía el centro neurálgico del edificio: una sala inmensa de techo alto y metálico, atravesado por tuberías plateadas de un diámetro lo suficientemente ancho como para que cualquier adulto medio pudiera atravesarlas gateando. A lo largo de los márgenes de aquella estancia que debía medir más de trescientos metros cuadrados, se observaban dos plantas de oficinas repletas de personas frente a pantallas de ordenador, similares a la que se encontraba en el despacho de la presidenta, sin teclado ni ratón. Los oficinistas tecleaban sobre las superficies de madera de sus escritorios, envolviendo aquella sala de millares de repiqueteos sordos que se percibían como un leve rumor que al poco comenzó a sacarme de quicio.

Me acerqué sin pretenderlo a uno de los vidrios que separaba la primera oficina de la planta baja, para descubrir que aquellos trabajadores no pulsaban el escritorio como locos sin sentido, sino que sus manos recorrían con mucha precisión las distintas teclas que un holograma de color azul eléctrico proyectaba sobre la superficie lisa de madera. La pantalla fusionada con la mesa era táctil, sin necesidad de contacto, por lo que cada vez que su operador quería cambiar la imagen proyectada, solo tenía que apartarla con un manotazo al aire.

—No te distraigas —me llamó la atención Pandora.

Me habría quedado absorta contemplando aquellas oficinas del futuro de no ser por la voz grave de la presidenta, que me hizo despertar del sueño. Reticente, aparté la vista y seguí a la mujer. Más trabajadores de la Organización caminaban por la estancia con aparatos en las manos, palancas, herramientas. Probablemente, allí estaba construyéndose la máquina. La sala se encontraba sumida en un caos estructurado, repleta de transeúntes ataviados con batas blancas de laboratorio que parecían conocer a la perfección hacia dónde caminaban y con qué fin. El barullo era considerable. Las voces, aunque de sonido bajo, por ser numerosas y en distintos idiomas, creaban una discreta algarabía que demostraba que en aquel lugar se trabajaba.

—A la máquina le faltan los últimos retoques —me contó Pandora mientras se abría paso entre la marea de trabajadores—. Acabaremos de ajustarla después de probarla contigo. Es posible que necesitemos unas cuantas sesiones más para dar con la Roca.

«Así que para eso sirve la máquina», me dije. ¿De qué manera podía serles útil en eso? No conocía el paradero de la isla. Ya se aseguró Feyrian de que así fuera.

—Mira allí —me instó la mujer con una sonrisa pletórica mientras señalaba más allá de las cabezas, hacia una decena de tubos dorados que se elevaban muy apretados.

Lo que al principio había tomado por parte del entramado de ventilación que enmarañaba el techo, habían resultado ser las chimeneas de la supuesta máquina. Hasta que no se movieron algunos de los operarios que por allí trajinaban, no pude contemplar su espectacular factura. Se asemejaba más a un instrumento musical que a un aparato tecnológico. Relucía como el oro en el centro de la estancia, haciendo que la existencia del edificio cobrara de pronto sentido. Desde allí se entendía mejor el ajetreo de la gran sala. Hasta la última persona que aporreaba las teclas virtuales en las oficinas o que deambulaba con distintas piezas o herramientas en las manos, estaba allí por aquella hermosura.

El aparato era de proporciones gigantescas, tachonado por piezas circulares en su base que se disponían entre sí como el caparazón acorazado de una inmensa tortuga. A su alrededor, como las varillas de una corona, sobresalían las decenas de tubos con pinta de chimenea que primero había avistado. En el centro de las piezas blindadas se hallaba una butaca de piel blanca sintética de la que colgaba un arnés que hacía pensar en el asiento de un piloto, como si aquella mole, en absoluto ligera, pudiera moverse sin ruedas.

Justo enfrente del artilugio y desde el techo se suspendía una cabina tan grande como la cabeza de un camión. Desde abajo se divisaban algunos controles luminosos y tres personas en su interior. A dos de ellos los conocía demasiado bien. Jonás me guiñó un ojo desde aquel habitáculo colgante mientras Anscar, en su versión humana, parloteaba con el tercero en discordia, un hombre de mediana edad situado enfrente de los controles y con aspecto de saber usarlos, ya que no paraba de señalarlos mientras hablaba con el regente.

—¿Estás preparada? —me preguntó Pandora, y un pinchazo me retorció las tripas.

Uno de los operarios de bata azul me ayudó a abrocharme el arnés de piloto de la máquina mientras observaba a Pandora subir unas escaleras laterales. De pronto, el chico y yo nos habíamos quedados solos en la sala. El silencio tan abrupto me erizó la piel y me ensordeció los oídos, que ya se habían acostumbrado al rumor bajo. Los trabajadores se amontonaban en el interior de las oficinas acristaladas, cuyas puertas que antes habían lucido abiertas de par en par, ahora se cerraban a cal y canto. Pandora había alcanzado ya la cabina en la que se encontraban Jonás y Anscar y cerrado la puerta tras de sí. Aquella estancia tan inmensa y vacía ponía los pelos de punta.

El chico me abotonaba el cinturón de la máquina con dedos temblorosos, sin mirarme siquiera a los ojos. Una vez pasada la hebilla, extrajo un candado del bolsillo de su bata y aseguró el arnés con él.

—En cuanto me vaya —me indicó, elevando fugazmente los párpados—, acciona esta palanca de aquí. Cuando esté abierta, tendrás comunicación con la cabina.

Señaló el habitáculo en el que se encontraban Jonás, Anscar y Pandora y, antes de que pudiera añadir nada, se escabulló introduciéndose en la oficina más cercana.

Observé a mi alrededor. El suelo impoluto reflejaba a mis pies la máquina a la que me encontraba amarrada. ¿Por qué el resto de los seres vivos del edificio permanecían a cubierto mientras a mí me habían abandonado y amarrado al único aparato del que parecían protegerse? ¿Y si Anscar me había engañado... y también a Jonás? ¿Y si aquello era el fin?



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En el texto hay: juvenil, fantasia y magia

Editado: 27.11.2020

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