Llevaba media manzana en la mano, el jugo dulce mezclado con la amargura de mi humor. Caminaba entre ramas torcidas y susurros de hojas, como si el bosque tratara decontarme algo que aún no entendía. Estaba harta. De mi padre, de las marcas, de mí misma.Y ahí estaba él. Apoyado contra un árbol como si el bosque fuera su sofá privado.
—¿Siempre comes como si no estuvieras en medio de una maldita pesadilla? —dijo Draven, cruzado de brazos, mirándome con esa sonrisa burlona.
Le lancé la manzana. La atrapó.
—¿Qué quieres de mí, Draven?
—¿Directa hoy, eh? Me gusta —mordió la manzana, tranquilo, como si no acabara de lanzársela a la cabeza—. ¿Y si te dijera que no lo sé?
—Entonces déjame en paz.
—No puedes pedirme eso si ni tú sabes lo que quieres, dulzura —dijo, caminando a mi lado—. Aunque te adelanto algo: tú tampoco eres quien crees.
Me giré en seco.
—¿Por qué arde mi marca cuando salgo del bosque?
Él sonrió como si hubiera estado esperando esa pregunta desde siempre.
—Porque el bosque te está reclamando. Porque tú no estás hecha para el mundo allá afuera… estás hecha para este. Aunque aún no lo entiendas.
—¿Y tú cómo sabes eso? —solté, mirándolo como si pudiera sacarle respuestas con los ojos.
Draven se acercó un paso más, su sombra tocando la mía.
—Porque yo también soy parte de esto. Pero tú… tú eres una criatura realmente extraña, Kalista —sus ojos recorrieron mi rostro con descaro, con una mezcla de curiosidad y algo más oscuro—. Y eso… eso me atrae de ti. Aunque me reviente admitirlo.
Luego giró sobre sus talones, dejando el aire más frío de lo que ya estaba.
Lo seguí. No sabía por qué, pero mis piernas lo hacían solas, como si estuvieran conectadas a algo más que lógica.
—¿Qué soy…? —le dije con la voz quebrándose—. ¿Qué pasa con mi madre?
Draven no se detuvo. Solo soltó una risa baja, de esas que no sabes si son de burla o compasión. —Tú y el agua se llevan bien, dulzura… —se giró apenas, sus ojos brillando entre los árboles—. No me preguntes a mí. Pregúntaselo a ella.
Cerré los ojos, un segundo,
solo uno…
Cuando los abrí, ya no estaba. Ni pasos, ni rastro.
Nada
Solo yo, el bosque... y el ardor silencioso de la verdad que no llega.
Miré al cielo, ahora cubierto por nubes oscuras, y susurré con la voz temblando, como si el viento pudiera llevar mis palabras a otro plano:
—¿Qué debo hacer, madre…?
Y el bosque, como siempre, guardó silencio.
Desde que lo vi, algo en mí no había vuelto a encajar.
No hablaba de Draven. O sí… pero no el mismo Draven. Aquel chico cubierto de sangre, con los ojos negros como la noche sin luna, tenía su rostro. Su forma de andar. Su aura. Pero no eran iguales.
¿Cómo era posible?
Draven tenía los ojos verdes, intensos. El otro… no. Los suyos eran pozos sin fondo.
—¿Quién eres? —murmuré para mí, mientras caminaba por el bosque sin rumbo, como si las hojas me empujaran a seguir adelante.
Y entonces, como si mis pensamientos lo hubieran invocado, lo vi.
Apoyado contra un árbol, con la camisa aún manchada de algo que parecía sangre seca, sus ojos negros me atravesaron.
—Eres una idiota —dijo con voz cortante—. ¿Cómo no ves lo que todos ven?
—¿Qué?
—Vuelve a tus orígenes, Kalista —gruñó. Y sin más, salió corriendo.
—¡Espera!
Corrí tras él, entre ramas que parecían moverse solas. Hasta que el bosque cambió. Llegué a un claro cubierto de flores luminosas… y ahí estaban.
Criaturas diminutas con alas brillantes.
Cantaban.
Reían. Volaban alrededor como si fueran parte del viento.
—¿Qué…?
Una de ellas me miró. Luego todas. Se escondieron entre los pétalos en cuanto me vieron.
—¡No, no, no! —grité, horrorizada, retrocediendo—. ¡Esto no es real!
Di media vuelta y salí corriendo, pero tropecé. Me estrellé contra algo— alguien— cálido y sólido.
—¡¿Qué demonios te pasó en la cara?! —soltó Draven con tono burlón—. Pareces un gato que se cayó en detergente y sobrevivió por milagro.
No tuve fuerzas ni para responderle. Todo me dio vueltas.
Y entonces, la oscuridad me abrazó.
Desperté con un sobresalto, empapada en confusión y con el corazón golpeándome el pecho como si quisiera huir. El río susurraba a mi lado, cómplice de algo que aún no comprendía.
Me senté torpemente, y ahí estaba él. Draven. Con los ojos cerrados, el cuerpo relajado, como si el tiempo girara solo para él.
—¿Qué demonios está pasando? —le solté, casi sin aire—. ¿Qué eran esas… cosas?
Abrió los ojos perezosamente, como si volver a mirarme
fuera un deleite. Me observó, y su mirada se arrastró por mi cuerpo húmedo como una caricia descarada.
—Mmm… verte así de mojada tiene sus ventajas, dulzura —murmuró, con esa sonrisa torcida que prometía pecados.
—No bromees, Draven.
—¿Bromear? Yo nunca bromeo cuando se trata de ti —se incorporó, lento, felino. Se agachó a mi lado
—. Deberías verte… con esa carita confundida, con los labios temblando como si esperaran que los mordiera.
Su mano tocó mi mejilla,luego bajó con descaro hasta mi cuello. Lentamente, apartó un mechón de cabello húmedo y lo colocó tras mi oreja.
—Eres una criatura peculiar, Kalista… y malditamente irresistible. Me atraes como una condena... y te juro que tengo ganas de romperte el alma y luego lamer cada pedazo.
Estaba tan cerca que podía sentir su respiración caliente chocando contra la mía.
—Pero si de verdad quieres respuestas… —sonrió peligrosamente—… pregúntaselo al agua.
Y entonces, sin más, me empujó al río.
—¡Pregúntaselo al agua, dulzura!
El agua me tragó con violencia. Pero su voz, ronca y cargada de deseo, quedó flotando en mi mente.
Y algo… algo bajo la superficie, comenzó a despertar.
Pensamientos vagos.
¿Porque estaba mojada antes de caer al río? ¿ Porque podía seguir respirando bajo el agua?
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Editado: 29.06.2025