Ahogo

Mi herencia.

Ignoré a mi padre. Caminé directo a mi habitación como si no existiera, como si sus gritos no pudieran alcanzarme tras esa puerta vieja. Me tiré a la cama con el corazón pesando más que el resto del cuerpo. Cerré los ojos y, por primera vez en mucho tiempo, dormí sin sueños. O sin los que gritan.

La mañana me despertó con su luz odiosa. Bajé a desayunar sin hablar. El silencio dolía, pero no más que la verdad.

—¿Cuándo irás a la ciudad? —solté, rompiendo el aire con la cuchara a medio camino.

Mi padre levantó una ceja, sospechando.

—Tenía pensado ir hoy o mañana. ¿Por qué?

Me puse tensa. Tragué saliva. Mentí como una profesional.

—Necesito desodorante —dije, con la voz más seria que pude.

Tosió. Literalmente. Tosió de la risa contenida y negó con la cabeza.

—Dios... Está bien. Iré hoy.

Perfecto.

Esperé. El portazo fue mi señal. Corrí al sótano. Tiré, empujé, golpeé la maldita puerta cerrada con candado. Nada.

—¡Ábrete, por favor! —grité.

Y el candado... se soltó.

No me detuve a pensar en la risa que sonó detrás. Porque sí, la escuché. Aguda, burlona. Real.

Bajé.

El olor era a viejo. A humedad. A algo que no quería ser encontrado.

Busqué entre cajas rotas, entre objetos que eran más polvo que forma. Hasta que lo vi. Un libro. Negro. Con letras doradas y una presencia demasiado viva para estar olvidado.

*"Criaturas del Bosque."*

Pero no fue eso lo que me dejó sin aire.

Fue el diario. Desgastado, manchado. Humano.

Lo abrí.

Primera página. Una sola palabra:

Hesperia.

Y en ese segundo, supe que ya no había marcha atrás. Porque ese nombre... ese nombre dolía como si hubiera vivido dentro de mí toda mi vida.

Salí del sótano con el corazón tambaleándose dentro del pecho. No sabía si corría por miedo, por rabia o por algo más profundo que no tenía nombre aún. Me encerré en mi habitación, cerrando la puerta como si fuera capaz de aislar todo lo que acababa de descubrir.

Me senté en el suelo, el libro *Criaturas del Bosque* pesaba como un ladrillo en mis manos.

Primera página.

Nomos. Feos. Horribles. Narices largas, patas peludas. Pasé rápido.

Segunda página.

Mariposas raras con alas oscuras. Tenían forma de persona si uno las miraba de cerca. Casi.

Pasé otra vez. No quería mirar demasiado.

Y ahí estaban. Las criaturas. Las mismas diminutas, con alas que había visto riendo y cantando. Hadas.

—Las hadas… existen —susurré, helada.

Pasé la página con dedos temblorosos.

Mujeres. Bellas. De piel clara, cabello rojizo o dorado, ojos profundos. Usaban túnicas blancas y estaban en el agua, sonrientes, tranquilas. Había algo en sus rostros, en su energía, que me resultaba familiar… como si las conociera desde siempre. Como si perteneciera con ellas.

Fui a leer la descripción… pero no había ninguna.

La página estaba arrancada.

—¡¿En serio, joder?! —grité, arrojando el libro con fuerza contra la cama.

Agarré el diario, molesta, como si pudiera arrancarle las respuestas. Lo abrí con rabia y, al hacerlo, algo cayó al suelo. Una fotografía.

En ella estaba mi padre, más joven, de pie junto a dos chicos… Uno de ellos era Draven. El otro, el del cabello revuelto y ojos negros. Y sentada junto a mi padre, una mujer preciosa. Cabello largo, piel luminosa, sonrisa firme.

—Es mi mamá —dije en voz baja. No hacía falta pensarlo demasiado. Lo sabía. Algo en mí lo gritaba.

Me levanté, me vestí sin pensar. Jeans oscuros, un suéter de lana granate, botas. Me até el cabello con rabia y salí corriendo, directo al bosque. Al río.

Las lágrimas me nublaban el camino. No por tristeza.

Era confusión. Era verdad. Era todo. Por primera vez, veía a mi madre.

Tropecé con una raíz y caí al suelo, pero me levanté. Otra vez las risas, agudas, lejanas, como un eco de locura. Las ignoré. Corrí más.

Al llegar al río, no dudé.

Me lancé.

Y bajo el agua, no dejé de respirar.

—¿Qué soy…? ¿Quién era ella? ¿Qué pasa conmigo? —pregunté al agua, sin saber si alguien respondía. Y entonces… una luz.

Brillante. Cálida. Se envolvió a mi alrededor como una sábana invisible, y algo—alguien—me sacó del agua.

Me desmayé.

Y desperté con algo encima.

Grité.

La cosa gritó también.

Era una hada.

—¿Qué… qué eres tú?

—Yo soy tu responsabilidad —dijo, sonriendo como si no acabara de darme el susto de mi vida—. Debes cuidarme. Ese es el deber de los tuyos.

Y por primera vez, no supe si quería llorar, gritar o reír.

El silencio era cómodo… hasta que dejó de serlo.

El hada me observaba con sus alas aún agitadas, flotando sobre mí como si fuera una maldita aparición brillante. Parpadeé una vez y *puff*, ya no estaba. Desapareció en el aire, como si nunca hubiese estado ahí.

—¡Genial! —murmuré, llevándome las manos al rostro—. Alucinaciones mágicas. Lo que me faltaba.

—¿Estás hablando sola o siempre fuiste así de jodidamente rara? —dijo una voz detrás de mí.

Me giré tan rápido que casi me desnuca el movimiento.

—¿Qué demonios haces aquí? —pregunté, el corazón a mil.

El chico de ojos negros----

ese que no debería estar aquí, ese que no entiendo—

me observaba con los labios apretados, enfadado, desbordando mal humor con cada maldita palabra.

—Te pregunté si estabas sola, ¿sí o no?

—Sí —dije, todavía confundida.

Y justo entonces, como si le hubieran dado cuerda a mi pesadilla, la risa aguda del hada se coló en el aire.

—Parece que el domador *Deimon* está enojado —canturreó con burla desde algún lugar invisible.

—¿Qué dijiste? —repetí, como si esa palabra me hubiera golpeado el alma.

El chico se congeló. Un segundo. Dos. Y luego gritó, con furia real:

—¡Fue esa maldita hada, ¿verdad?! ¡No tenía que decir nada!

Yo no podía moverme.




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