Ahogo

Aceptar o dejar.

—Me duele la cabeza... —susurró, con la voz quebrada, desorientada.

El aire en la habitación estaba denso, pegajoso. Como si el día ya supiera lo que iba a pasar.

Bajó las escaleras descalza. Cada crujido bajo sus pies parecía más fuerte de lo normal. Todo se sentía raro, fuera de lugar, como si estuviera dentro de un sueño mal construido.

Abrió la llave del fregadero y el agua tardó segundos en salir, goteando con pereza. Bebió. Y entonces—

TOC. TOC.

Un golpe seco en la puerta. Nada amable. Nada normal.

Se giró lentamente.

—¿Papá? —preguntó con la frente fruncida.

La casa aún olía a su perfume. Como si él acabara de salir.

Fue a la puerta con el vaso aún en la mano, que temblaba apenas un poco. Abrió. Frente a ella, dos oficiales. Uniformes impecables. Rostros de piedra.

—¿Kalista Bernard? —dijo el más alto, sin rodeos.

Ella asintió, sintiendo que el estómago se le iba directo al suelo.

—Necesitamos que nos acompañes. Es urgente.

No le dieron explicaciones. No hubo palabras amables ni ojos dulces. Solo el peso del mundo empezando a caerle encima.

El auto olía a cigarrillo y desinfectante. Nadie hablaba.

En la comisaría, la sentaron frente a un escritorio. El reloj de la pared era lo único que sonaba. Tic. Tic. Tic.

Un oficial con ojeras profundas y aliento a café viejo se sentó frente a ella.

—Kalista… —empezó, pero ya no hacía falta que dijera nada más Su alma lo supo antes que su mente.

—Tu padre tuvo un accidente esta madrugada. En la ciudad. Un choque frontal. El auto explotó con él dentro. Fue instantáneo.

Kalista parpadeó.

—No quedaron restos —añadió. Sin rodeos. Como si no acabaran de arrancarle la vida.

El vaso que aún sostenía en la mano cayó al suelo y se rompió.

—Lo siento —murmuró el oficial, más como un reflejo que como una disculpa real—. Te dejo un momento sola… para que lo asimiles.

Pero ¿cómo se asimila eso?

Cómo se asimila que la persona a la que esperabas esta mañana... ya no existe?

El oficial cerró la puerta con suavidad.

Kalista no gritó. Ni se levantó. Solo bajó la cabeza y el temblor empezó.Primero en los labios. Luego en los dedos. Luego en todo su cuerpo.

Y entonces, las lágrimas explotaron como relámpagos silenciosos.

Las flores sobre la mesa, frescas y vivas, empezaron a marchitarse. Como si su dolor fuera un veneno invisible. Como si el mundo físico respondiera a su alma desgarrada.

Los pétalos se arrugaron, cayeron al suelo uno a uno. El aire se volvió helado.

Kalista quería gritar. Pero no podía.

Porque cuando el corazón se rompe así, no hace sonido.

Solo te parte desde adentro.

Kalista temblaba. Las lágrimas se escurrían en su rostro sin permiso, sin freno. Su pecho se contraía, dolía, ardía.

—Papá… tú no… por favor… —susurró, con la voz hecha trizas.

Kalista cayó de rodillas, apretando los puños. Todo su mundo —el bosque, la marca, las voces, Draven, su madre—

todo parecía menos real que la fría y cruel verdad de ahora.

Su padre estaba muerto.

Y no hubo magia que pudiera salvarlo.

La lluvia cayó con fuerza en el cementerio. Golpeaba los techos, los paraguas, los hombros, pero sobre todo,su alma.

Kalista dejó una flor sobre la tumba recién sellada. Era blanca. Pero entre sus dedos se volvió gris,empapada.

Las gotas se confundían con sus lágrimas. El mundo entero parecía apagado.

—¿Por qué tú? —susurró de nuevo—. ¿Por qué tenía que ser tú…?

Los árboles del fondo crujieron.

Pasos.

Una presencia.

Lo sintió antes de girarse.

Otra vez él

El chico de los ojos negros.

Silencioso. Alto. La mirada hecha de noche. Su sombra parecía más oscura que las demás.

—¿Otra vez tú? —pensó Kalista, sintiendo que algo la atrapaba por dentro—.¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí?

Entonces, como una chispa perdida en la tormenta, un recuerdo se encendió:

Ella, en el río.

Las alas del hada.

Y él… tan cerca que el mundo se había apagado después de eso.

—¿Por qué no recuerdo nada después de que te acercaste? —le preguntó, la voz ronca por el llanto.

Él no respondió al instante. Solo la observó con una intensidad que quemaba.

Y sonrió.

—Eso no importa ahora —murmuró

Se acercó sin miedo. Ella no se movió. Solo tembló, hasta que su cuerpo se estrelló contra el de él.

Kalista lo abrazó.

Al principio con duda. Luego más fuerte. Como si quisiera hundirse en él.

Como si su calor pudiera protegerla del frío del mundo.

Él no dijo nada. Solo la sostuvo.

Solo fue un cuerpo donde llorar.

Un silencio donde gritar.

Y cuando el cielo pareció quedarse sin lluvia, él habló:

—Es hora de ir a casa.

Ella lo miró, con los ojos hinchados.

—¿No vienes conmigo?

Él negó con la cabeza.

—No puedo. No aún.

Kalista respiró hondo, con el alma hecha cenizas.

Asintió.

Y cuando comenzó a caminar, se giró.

Lo miró una vez más, empapado bajo la lluvia.

—¿Cómo te llamas?

Hubo un segundo de pausa.

Un trueno lejano.

Una hoja arrastrada por el viento.

—Apolo —dijo él, finalmente.

Y desapareció entre los árboles como un suspiro que nunca se atrevió a volverse grito.




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