Ahogo

Desespero.

La casa olía a muerte.

No era el olor real, tangible, orgánico. Era peor. Era el rastro del vacío. El tipo de aroma que se esconde en las paredes y en la memoria. Como si la ausencia supiera imitar el perfume de quien ya no está.

Kalista cerró la puerta sin querer cerrarla. Dejó el mundo fuera, pero también se dejó fuera a sí misma.

Caminó hasta la cocina. El agua salió con dificultad, como si también hubiera olvidado cómo fluir. Llenó un vaso. El cristal tembló entre sus dedos.

Entonces… la luz se quebró.

Apareció flotando. Inerte y absurda. El hada. Esa criatura sin peso, sin piedad.

—Niña tonta —escupió con una sonrisa gastada—. ¿Qué haces aquí?

Kalista no respondió. El agua en su garganta sabía a ceniza.

—Eres libre. Tus cadenas han sido rotas. Vuelve con las tuyas. Vuelve al bosque. A la raíz. A la sangre.

Kalista parpadeó. Una vez.

—Cállate.

Eso fue todo. No gritó. No se defendió. Ordenó.

Y el hada… se fue. No con drama. No con fuego. Simplemente desapareció como si nunca hubiera sido real.

Kalista no reaccionó. Porque en el fondo, todo parecía irreal. Hasta ella misma.

Subió las escaleras. El diario seguía donde lo había dejado. Lo abrió con manos que ya no eran suyas. Pasó las páginas como quien abre heridas antiguas.

Ahí estaba.

“Hesperia. Madre de Kalista.

Un nombre. Frío. Sagrado. Maldito.

Su madre no era un recuerdo. Era un secreto. Un error del mundo. Un mito.

Salió de la casa porque quedarse dolía. Pero afuera no dolía menos.

El bosque era una catedral rota.

Las ramas se entrelazaban sobre su cabeza como dedos rezando algo que nadie entendía. Ella caminó sin saber hacia qué. Hasta que algo la detuvo.

Un cuerpo.

—¿Siempre caminas como sonámbula o solo cuando estás rota? —dijo una voz.

Draven. Con su cara intacta. Con su sonrisa quebrada. Con esa maldita costumbre de fingir que todo es juego.

Pero esta vez… no jugó.

—Lo siento —murmuró—. Lo de tu padre.

Kalista cerró los ojos. Solo un segundo. Solo para no romperse.

Él la abrazó. Y ella dejó que lo hiciera. No porque lo necesitara. Sino porque no sabía cómo detenerlo.

—No quiero hablar —susurró.

—Entonces no hablemos —respondió él.

Y el silencio se hizo más denso.

Pero los recuerdos no obedecen.

La foto.

La maldita foto.

Él. Apolo. Idénticos.

El tiempo no los tocaba. Como si no fueran parte de este mundo.

—¡Draven! —gritó ella cuando él ya se alejaba.

Se detuvo. No por miedo. No por interés. Por culpa, tal vez.

—¿Qué pasa, cariño?

Kalista tragó algo que no era saliva.

—¿Qué eres?

Él se quedó quieto.

Una hoja cayó del árbol más cercano. Tardó siglos en tocar el suelo.

—Soy algo que no quieres entender. Algo que no deberías tocar. Algo... peligroso.

El bosque se contuvo. Ni un pájaro, ni un soplo.

Entonces sonrió. Una sonrisa con dientes de mentira.

—Bueno… hasta luego, pastelito. Recuerda comer bien.

Y se fue. Como los sueños que se vuelven pesadillas justo cuando el sol aparece.

Esa noche, el insomnio tenía forma de río.

Kalista no podía dormir. El aire en su cuarto era demasiado delgado. Como si algo invisible le robara el oxígeno lentamente. Dio vueltas. Se sentó. Se levantó. Y al final, sin pensarlo demasiado, salió de la casa.

El bosque parecía más vivo de noche. O más despierto. Las ramas crujían con una lentitud casi dolorosa. El suelo estaba tibio. Y allá, al fondo, el río murmuraba.

Se sentó cerca. Las piedras estaban húmedas, cubiertas de musgo. El agua corría como si nunca fuera a detenerse. Como si supiera que la vida de los demás dependía de su sonido.

Y entonces, sin anuncio, apareció.

Una mujer. No caminó. No flotó. Simplemente estaba ahí. De pronto.

Era hermosa. No como las personas. Era una belleza que dolía, que desorientaba, que rompía algo dentro del pecho.

Cantaba.

Una canción sin palabras. Sin idioma. Un lamento antiguo, o un hechizo.

Kalista se quitó la chaqueta. No sabía por qué.

Sus pies se movieron por voluntad propia. Uno. Luego otro. El barro no importaba. El frío no importaba. Solo quería acercarse. Verla. Tocarla. Fundirse con esa figura imposible que la llamaba sin voz.

Y entonces—

—Yo no entraría si fuera tú.

La frase vino desde las sombras. Áspera. Inoportuna. Real.

Draven.

Kalista parpadeó. El mundo se rompió por un instante.

La mujer seguía allí, pero ahora no era una mujer.

Era una criatura con la piel deshecha, los ojos vacíos y una boca llena de lágrimas secas. Horrible. Desdentada. Podrida.

Kalista gritó.

El ser gimió, un sonido agudo como metal oxidado, y se hundió en el río, dejando burbujas negras a su paso.

—Es peligroso —dijo Draven, riendo por lo bajo—. Ya te lo había dicho.

Kalista se giró. Su rostro aún palpitaba con el susto.

—No quiero oírte, Draven.

Él alzó las manos, teatral.

—Está bien, semidiosa.

Ella frunció el ceño.

—¿Qué dijiste?

—Bueno —dijo él, dando media vuelta—, adiós, amorcito.

—Espera —le gritó ella, con la voz cargada de todas las preguntas que no sabía hacer—. ¿A qué te refieres con semidiosa?

Draven suspiró. Se detuvo. No se giró.

—Ya sé que no me quieres escuchar. Así que… me voy.

—¡Draven! —dijo ella, más quebrada que enfadada—. Por favor… estoy harta de esta

basura.

¿Qué mierda soy?

Ya… ya no sé qué soy…

Silencio.

Luego, sin mirarla, él sacó una llave de su chaqueta y se la tendió. Ella la tomó sin entender.

—La respuesta siempre ha estado frente a ti —murmuró—. Pero tú… prefieres ignorarla.

Y entonces, como todo lo imposible, Draven desapareció entre los árboles.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.