La casa parecía más grande desde que papá se fue. No porque hubiera cambiado de tamaño, sino porque el vacío también ocupa espacio, y el silencio —cuando se instala— hace eco de todo lo que ya no está.
Kalista se sentaba junto a la ventana todas las mañanas. No hacía nada. Solo miraba. A veces al bosque, a veces a sus propias manos. Las ramas allá afuera se movían como si quisieran decir algo, pero ella no estaba segura de querer escuchar. El duelo no grita. Se queda quieto. Y eso dolía más.
No lloraba. No porque no quisiera, sino porque no podía. Como si el cuerpo hubiera entendido que ya no había lugar para más agua salada. Solo cansancio, y ese hueco en el pecho que no termina de cerrarse.
Pasaron semanas. Lentas. Con días que no se diferenciaban de las noches. Con platos sin lavar, ropa doblada que nadie usaba, y palabras que se apagaban en la garganta.
Fue entonces que lo decidió: irse.
No como huida, sino como pausa.
Un mes. La casa de su abuela. Otro idioma, otra rutina, otra vida por un rato.
Tal vez allá pudiera recordar cómo se respiraba sin que doliera.
Mientras metía la ropa en la maleta, sin prisa, casi con culpa, un nombre volvió a aparecer. Como una mancha de tinta en una hoja blanca: Apolo.
Ese chico que parecía un secreto.
Que aparecía y desaparecía como si solo existiera entre los bordes de su memoria. Ojos negros. Palabras que pesaban. Silencios que decían demasiado.
No lo entendía.
No entendía por qué seguía ahí, dando
vueltas en su cabeza como si perteneciera
a algo que aún no había ocurrido.
¿Por qué su recuerdo no se iba?
¿Y por qué, en medio de todo, él era lo único que no dolía?
Kalista cerró la maleta. La casa quedó en silencio otra vez.
Pero esta vez, el silencio no estaba solo.
Partiría al día siguiente.
La luna derramaba su luz plateada entre las hojas, pintando el bosque con sombras suaves. Kalista avanzaba despacio, el frío de la noche acariciándole la piel, pero había algo más que la helaba: la ausencia, la soledad.
De repente, sintió el roce de unos dedos en su brazo, un contacto inesperado y electrizante. Se giró y lo vio: Apolo, con esos ojos negros que parecían arder en la oscuridad.
—No puedes escapar de lo que eres, Kalista —susurró, la voz baja, cargada de promesas y peligro—. Ni de mí.
Su mano recorrió lentamente su piel, dejando un rastro de calor y deseo imposible de ignorar.
Kalista contuvo el aliento, sintiendo cómo cada fibra de su cuerpo respondía a ese roce, a esa cercanía que quemaba más que cualquier llama.
Apolo acercó su rostro, la respiración rozando su cuello.
—Nos encontraremos... siempre —murmuró, con una sonrisa que era un desafío y una invitación.Y luego, como sombra que se esfuma, desapareció entre los árboles, dejando a Kalista temblando, con la piel aún ardiente y el corazón desbocado.
El aeropuerto olía a distancias. A silencios comprimidos en maletas, a despedidas que nadie dice en voz alta. Kalista caminaba entre la multitud como si cada paso se sintiera prestado, como si el suelo no terminara de aceptarla del todo.
En su pecho, el corazón golpeaba con el ritmo torpe de quien no sabe si corre por miedo o por esperanza.
Una niña la miró desde una banca, abrazando un peluche con tanta fuerza como ella se abrazaba a sí misma por dentro. Le devolvió la mirada, y por un segundo sintió que volvía a ser esa niña: rota, confundida, deseando que alguien le dijera que todo estaría bien. Pero nadie lo hizo entonces. Nadie lo haría ahora.
El asiento del avión estaba junto a la ventana. Le gustaban las ventanas porque le recordaban que aún existía el cielo. Que, aunque su alma se sintiera hecha de ceniza, el azul aún era posible.
Despegó.
Y con el despegue, el bosque quedó atrás. Como un recuerdo que aún dolía pero que había aprendido a no sangrar. Kalista cerró los ojos. En su mente, el nombre de Apolo resonaba como una promesa incumplida, como una canción inacabada.
Afuera, las nubes eran tan blancas que daban ganas de creer. Adentro, ella intentaba reconstruirse con las pocas certezas que aún no se le habían deshecho.
"Tal vez no se trata de huir," pensó. "Tal vez se trata de ir hacia donde me duela un poco menos."
El avión avanzaba, pero ella seguía detenida en aquella última mirada, en la noche en que Apolo le dijo que todo estaría bien y luego no lo estuvo.
Una grieta se le formó en el alma.
Pequeña, casi imperceptible.
.Como esas que anuncian los terremotos.
Kalista no lo sabía aún, pero en la ciudad que la esperaba, la historia no solo la encontraría. La arrastraría con la fuerza de una verdad que ya no quería esconderse. Y
en medio de todo, quizá, por fin…
se encontraría a sí misma.
#657 en Fantasía
#274 en Thriller
misterio y dolor., misterio muerte traicion, libro de amor con magia
Editado: 29.06.2025