Ahogo

Música hasta el alma.

Un día después de llegar a casa de la abuela.

La luz de la mañana se colaba por las cortinas como un suspiro.Kalista bajó en silencio. Tenía los ojos hinchados, los pasos arrastrados, y esa sensación punzante en la marca… otra vez.

En la cocina, el olor a té recién hecho y lavanda no bastaban para calmar el nudo en su pecho.

Su abuela, envuelta en un suéter beige que parecía más una manta, la esperaba con una taza humeante y esa mirada que lo sabía todo sin preguntar.

—No dormiste —afirmó. No era una pregunta.

Kalista bajó la mirada. Revolvía el té como si en el fondo de la taza hubiese respuestas.

—Soñé con un lago —murmuró—. Había música. Un violín. No lo veía, pero… lo sentía. Como si me hablara. Como si me conociera. El silencio que siguió fue espeso. Como una verdad enterrada saliendo a flote. La abuela apretó los labios, sus dedos temblando apenas sobre la cerámica.

—Tu madre soñaba con ese mismo lago —sus palabras cayeron como piedras. Suaves, pero letales—. Y con la música también. Decía que el agua le hablaba. Que la melodía… venía de ella.

Kalista parpadeó.

—¿Mi madre?

Un nudo se le formó en la garganta. La taza tembló entre sus manos.

—Hesperia no era como los demás —dijo la abuela, más para sí que para Kalista—. Y tú tampoco lo eres. No es malo, pero… hay cosas que debes saber. Cosas que van a doler. Algo se quebró dentro de Kalista. O tal vez se abrió. Difícil saberlo.

-- Sabes tú madre tiene unos cuantos libros interesantes.

El reloj marcaba las diez cuando Kalista empujó la puerta del desván. La madera crujió como si se quejara. Como si supiera que algo estaba a punto de despertar.

La abuela le había dado una llave vieja, oxidada en los bordes, con un dije en forma de luna. Y una advertencia:

"Solo abre si estás dispuesta a no volver a cerrar."

Kalista no entendió del todo… pero igual subió.

El desván olía a polvo, a recuerdos, a cosas que ya no deberían estar allí. El aire era más frío. Más denso. Y al fondo, sobre una mesa cubierta por una sábana, estaban los libros. No eran muchos, pero tenían peso. Uno en particular estaba envuelto en una tela negra. No tenía título. Ni nombre. Solo una espiral dorada en la portada, como una marca… como la suya.

—Bueno… —susurró—. Empecemos.

Abrió la primera página.

Y el aire se estremeció.

No fue imaginación. Las paredes crujieron, una sombra se movió por el rabillo del ojo, y el desván pareció contener la respiración.

Kalista leyó. No entendía todo. Algunas palabras parecían escritos en otro idioma, pero su mente los acomodaba como si ya los conociera. Como si siempre hubieran estado allí.

"La sangre de la línea rota despertará lo que duerme en el agua..."

La frase estaba subrayada. Con tinta roja.

Kalista sintió que el pecho se le apretaba. Línea rota. Agua.

¿Era ella?

¿Era su madre?

De repente, un segundo libro cayó al suelo por sí solo. No había viento. No había nadie más.

Kalista se quedó helada.

—¿Hola? —preguntó, aunque sabía que no obtendría respuesta.

O tal vez sí.

Un susurro. Apenas audible. Una palabra.

“Hesperia…”

Su corazón se detuvo por un segundo.

No estaba sola.

Kalista no sabía qué esperaba encontrar entre tanto polvo y olor a humedad, pero lo que sí sabía era que tenía que hacerlo. Sacó los libros con manos temblorosas, como si al tocarlos pudiera encender alguna maldita alarma del universo.

—Uno, dos, tres… —contó en voz baja, apilándolos—. Esto ya parece una cacería de locuras.

Cuando colocó el último libro fuera del cuarto, decidió que era suficiente. Hora de cerrar ese capítulo. Literal.

Buscó la llave.

Nada.

Rebuscó entre sus bolsillos, entre los libros, hasta debajo de la alfombra. Nada

.—No. No. No. No me hagas esto —murmuró, mordiéndose el labio. Caminó hacia la puerta y tiró de la manija.

La puerta se cerró sola. ¡Clack!.

—Genial —susurró—. Porque quedar encerrada en un cuarto embrujado con libros malditos era justo lo que necesitaba hoy.

Entonces se escuchó. Una risa.

Ligera, aguda. Burlona.

Y ahí estaba. Flotando frente a ella, brillando como si no fuera una amenaza, como si no estuviera jodiendo su vida desde el minuto uno.

—Oh, no… —Kalista rodó los ojos—. No tú otra vez.

—¿Extrañabas mi encanto? —dijo el hada, con esa sonrisa que daba ganas de lanzarle un zapato.

—No. Extrañaba mi libertad. Pero gracias por recordarme que también estás en mi lista de problemas. Justo debajo de la puerta maldita y encima de mi crisis existencial.

El hada flotó en círculos, como si fuera lo más divertido del mundo.

—Estás tan cerca, Kalista… y aún no ves nada.

—¿Veo qué? —gruñó.

Pero el hada solo rió otra vez, desapareciendo en un destello molesto de luz. Dejándola con las palabras, con los libros… y con el temblor que empezaba en su marca.

—¿Sabes qué? Estoy harta de esto —gritó la voz del hada desde algún rincón invisible de la habitación.

Kalista giró en seco.

—¿Perdón?

Y justo entonces, pum.

Un libro le cayó en la cabeza.

—¡AU, MALDITA ENANA CON ALAS! —gritó, sobándose, mientras el libro se abría solo frente a ella, como si tuviera personalidad propia.

Las páginas pasaron solas hasta detenerse.

Y Kalista leyó. Aunque no quería. Aunque cada palabra le helaba el pecho.

Espíritus femeninos asociados con los árboles y los bosques. Guardianas de la naturaleza. Las ninfas del bosque…”

Su mirada se fijó, inmóvil. Las frases parecían gritarle.

Vinculadas a árboles. Hermosas. Jóvenes. Peligrosas si se les daña. Poderes de curación, profecía, agua…”

Kalista tragó saliva. Sintió cómo su estómago se hundía.

Las hamadríades tienen su vida unida al árbol que las vio nacer…”

Y ahí, en ese momento, todo encajó como una bofetada divina.




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