Ahogo

La Sangre de los que Callan.

La escena se abría como un cuadro maldito: dos siluetas enfrentadas bajo el cielo plomizo, en mitad de un claro del bosque. No había viento, solo tensión. Dos hermanos. Dos destinos que nunca aprendieron a reconciliarse.

—¿Qué mierdas estás haciendo con Kalista? —escupió Apolo, con la voz rasgada por el enojo—. ¡Ella no está lista es demasiado débil para la verdad. ¡No es su momento aún!

Draven sonrió. Una sonrisa torcida. Vacía. Como si el alma no le pesara.

—Hermanito imbécil… susurró con desdén—. Yo hago lo que quiero. Como lo hice en el pasado. Como lo haré siempre.

El aire se quebró cuando Apolo lo empujó con fuerza, los ojos brillando con rabia contenida.

—¡Eres un maldito cobarde! ¡Un traidor! ¡Siempre fuiste un jodido egoísta!

La primera gota cayó como una señal del cielo. Luego otra. Hasta que la lluvia se desató con violencia, como si el bosque mismo llorara por algo que aún no había pasado.

Draven levantó la mirada al cielo, empapado, y susurró con una mueca:

—Sabes… el mundo estaría mejor sin ti.

—Eres un idiota sin cerebro —dijo Apolo, dolido, con la voz temblando pero firme—. Si de verdad la quisieras… no le habrías hecho eso. Ni en el pasado… ni en lo que viene.

Draven no respondió. Solo rió. Esa risa rota que no pertenece a los vivos.

Luego desapareció entre la niebla.

Apolo caminaba entre los árboles con el corazón ardiendo y la lluvia confundida con su respiración. Cada hoja crujía como si el bosque mismo supiera lo que estaba a punto de pasar.

Pero él no.

Estaba solo. Tan solo como siempre lo había estado. Aunque nunca lo admitiera.

Su respiración era agitada, no por el esfuerzo, sino por la rabia. Por la impotencia de ver cómo todo volvía a repetirse, una y otra vez, como una maldita maldición cíclica.

—Maldito seas, Draven… —susurró, con la voz quebrada—. Siempre destruyes lo que tocas…

Y entonces.

Un dolor agudo. Brutal. Que no pidió permiso ni dio advertencia.

El aire se le escapó en un grito que nunca terminó de salir. Sus piernas flaquearon, el frío del metal aún incrustado en su vientre.

Miró hacia abajo.

La sangre fluía con violencia, tibia, desbordándose entre sus dedos. No lo entendía. No lo esperaba. No lo aceptaba.

Una voz, tan familiar que dolía, susurró desde atrás:

—Adiós… hermanito.

El cuchillo fue retirado lentamente. No con rabia. No con odio. Con precisión. Como si le arrancaran no solo el cuerpo… sino también el alma.




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