—¿Estás segura de que quieres irte antes, Kalista? —preguntó su abuela por tercera vez, con esa voz de porcelana que escondía grietas viejas.
Kalista cerró la maleta con un golpe seco. Sus dedos temblaban. No por frío, sino por esa ansiedad que empezaba a rasguñarle el alma desde la revelación
—Sí, abuela. Necesito volver.
—Tu cumpleaños es en seis días… podrías quedarte y celebrarlo aquí, con pastel y globos, como cuando eras pequeña.
Kalista sonrió, pero no fue sonrisa feliz. Fue de esas que duele forzar.
—Quiero pasarlos con alguien especial. Alguien que me espera —susurró, sin decir el nombre. Porque no podía. Porque dolía pensarlo, y dolía más imaginarlo sonriendo por ella.
La abuela la miró largo rato. Luego le acarició el cabello como si fuera la última vez.
—Eres tan linda, cariño… no sabes la lástima que me da que esta sea la última vez que te vea.
Kalista se detuvo. ¿Qué?
Pero la abuela ya la abrazaba, fuerte. Y Kalista se aferró a ella como si pudiera posponer lo inevitable.
En el avión, el cielo era una pintura enferma. Las nubes comenzaron a cerrarse, a enroscarse como dedos de algo que no quería dejarla volver. Y fue entonces cuando sintió el puñal invisible.
El dolor la hizo doblarse. Como si algo se desgarrara en su estómago. Como si su cuerpo quisiera expulsar algo que no entendía.
El dolor la hizo doblarse. Como si algo se desgarrara en su estómago. Como si su cuerpo quisiera expulsar algo que no entendía.
Se levantó tambaleante, corrió al baño, cayó de rodillas frente al inodoro.
Y vomitó sangre.
Un hilo oscuro. Luego otro. Como si su alma sangrara.
Y entre arcadas y lágrimas, una palabra se deslizó entre sus pensamientos, rompiéndolo todo:
Apolo.
La casa en el bosque la recibió con un silencio sospechoso. Cada paso en la madera sonaba como un latido hueco. Subió, dejó la maleta, no respiró.
Y luego corrió.
Corrió al bosque como si eso fuera suficiente. Como si bastara con correr para que alguien estuviera ahí.
—¡Apolo! —gritó.
Nada.
Más árboles. Más sombras. Más desesperación.
Hasta que chocó contra un cuerpo.
Draven.
Él sonrió, como si hubiera estado esperando ese momento.
—Hola, Kalista.
Y ella supo, sin saber cómo, que algo se había quebrado para siempre.
Que ya no era solo una ninfa.
Que algo dentro de ella había muerto también.
Y entonces, el silencio.
Otra vez.
El mismo que arrastra a los que han perdido demasiado.
—¿Dónde está Apolo? —escupió Kalista apenas pudo respirar, con la garganta hecha polvo y el corazón como vidrio molido.
Draven la miró, divertido, como si acabara de hacerle la pregunta más graciosa del universo.
—¿Apolo? —repitió, y soltó una carcajada—. ¿Quién es Apolo?
Kalista apretó los puños, temblando.
—No te hagas el tonto. Sé que lo conoces. Sé que has estado con él.
La sonrisa de Draven se estiró, afilada.
—Bien, bien… no te pongas tan intensa. —Se encogió de hombros—. Pero no conozco a ningún Apolo. Ahora, si hablas de mi hermano, él se fue.
Kalista se quedó inmóvil.
—¿Se fue…? —murmuró. Como si la palabra no tuviera sentido. Como si el aire se negara a entrar en sus pulmones.
Draven asintió, como si hablara del clima.
—Te abandonó.
Y esa frase fue un balazo en el pecho.
Kalista sintió cómo todo se le rompía por dentro. Sin aviso. Sin compasión. Como si el mundo se partiera en dos y ella quedara atrapada justo en medio del quiebre.
Sus ojos se llenaron de lágrimas. No pudo detenerlas. No quiso.
Pero antes de que pudiera apartarse, Draven la abrazó.
Fuerte.
Frío.
Como si quisiera pegar sus pedazos, aunque fuera con mentiras.
—Shh… pobrecita —susurró contra su oído con voz de terciopelo sucio—. Qué feo se siente que te dejen, ¿no?
Kalista no respondió. Porque su alma lo hacía por ella, llorando en silencio.
Y cuando levantó la mirada, lo vio.
La sonrisa.
Esa maldita sonrisa torcida, maniaca, que no tenía compasión.
Draven la miraba como si fuera su nuevo juguete roto.
Y Kalista, por primera vez en mucho tiempo, sintió miedo. Miedo real.
No del bosque.
No de la soledad.
Sino de él.
Porque Apolo se había ido…
Y Draven se había quedado.
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Editado: 29.06.2025