Ahogo

Donde el río calla, yo hablo.

No hay forma amable de decirlo: mis días sin Apolo son un infierno.

Desde que se fue —o desapareció, o lo que sea que haya pasado—, todo perdió color. A veces me levanto esperando ver un mensaje suyo, una nota, una señal. Pero lo único que encuentro es silencio… y a Draven, con sus palabras frías, diciéndome que Apolo simplemente se fue, que “era así”, que debía olvidarlo.

No le creo.

No puedo.

Aunque no conocía a Apolo por completo —porque nadie conoce a nadie del todo, ¿no?—, yo sé que no era ese tipo de hombre. Él no se iría sin decir nada. No me dejaría sola de esta manera. No después de lo que compartimos. Su ausencia no tiene sentido… ni siquiera en el dolor.

Cerca de mi casa, algo extraño comenzó a pasar. Están construyendo una cabaña. Pequeña, de madera, preciosa. Como salida de un sueño. No sé quién la está construyendo, pero aparece más completa cada día, como si alguien trabajara solo cuando nadie está mirando. Me da escalofríos, pero también me intriga.

Últimamente voy seguido al río. Es el único lugar donde puedo pensar, respirar… o llorar sin testigos. El agua fluye sin preguntas, y yo me siento menos rota cuando la escucho. Me imagino a Apolo allí, tal vez mirándome desde lejos, protegiéndome.

En las noches, la soledad pesa como nunca. La casa es un eco de lo que fue. Pero yo espero, porque algo en mí —algo que ni Draven ni este silencio pueden romper— me dice que Apolo va a volver.

Y cuando lo haga, volveremos a ser nosotros, aunque el mundo se haya detenido en su ausencia.

Hoy cumplo 18 años. Y no sé si quiero llorar o simplemente olvidarlo.

No hubo globos. No hubo risas. Solo el sonido hueco de la madera vieja crujiendo bajo mis pasos y una vela encendida que se derritió sola, como yo.

Pensé que, tal vez, él aparecería.

Pero no . No apareció. Ni siquiera en mis sueños.

Comí pastel en silencio. Mi abuela lo envió desde lejos. Vainilla con crema de frambuesa. El sabor me supo a infancia... a algo que ya no existe. A algo que se quebró cuando Apolo se fue sin decir nada.

La cabaña está lista. Perfecta, incluso. Cada tabla, cada clavo... como si alguien la hubiera construido con amor. Pero está vacía. Como yo. Esta mañana un camión de mudanza dejó cajas en la entrada. No vi al conductor. No escuché pasos. Solo estaban ahí, esperándome. Como todo lo demás: quieto, sin explicaciones.

Y entonces, apareció ella.

El hada.

Flotaba como siempre, como si el aire la acariciara y no la tocara. Esa sonrisa burlona en la cara, como si supiera todos mis secretos… y se burlara de ellos.

—¿Sabes qué me da más risa? —musitó, girando en el aire—. Que el amo Deimon te haya abandonado también.

Tragué saliva. Me reí. Pero no fue una risa real. Fue una carcajada rota. Vacía. Dolida.

—Ni siquiera sabes el nombre de tu amo —escupí con veneno—. Qué inútil eres.

Ella rió más fuerte. Como si mis palabras fueran flores que la alimentaban. Como si disfrutara verme desmoronar.

—La inútil aquí eres tú, Kalista —susurró, antes de desvanecerse entre el polvo y el aire frío de la tarde.

Y yo me quedé ahí. Con un pedazo de pastel en la mano. Y un silencio tan profundo que dolía en los huesos.

Y ahí me quedé, con un pedazo de pastel en la mano, un nudo en el pecho y un nombre en la cabeza:

Deimon.

¿Quién demonios era? ¿Y por qué sonaba como algo que debería recordar?

El agua caliente caía sobre mi espalda, llenándome de vapor y silencio. Cerré los ojos un momento, solo para dejar de pensar. Pero ya era tarde. Las imágenes venían solas.

Me acordé de los libros que mi abuela me había dado antes de venir aquí. Una pequeña colección de portadas antiguas, con nombres raros y papel gastado por el tiempo. Pero el equipaje era tan pequeño… solo pude traer uno. Lo guardé sin mirar.

Apagué la ducha, aún con la mente enredada en los recuerdos, y me envolví en una bata blanca de mangas largas. El vapor seguía flotando por el cuarto mientras buscaba el libro. Estaba al fondo del armario, envuelto en una tela gris.

Cuando lo abrí, la caligrafía me congeló.

No era un libro.

Era un diario.

El diario de mi madre.

Las primeras páginas estaban llenas de fechas antiguas. Había dibujos, flores prensadas, trozos de cartas… y palabras. Tantas palabras que dolían. Hablaba de cosas que nunca supe. De decisiones difíciles. De nombres que no reconocía, pero que ahora retumbaban en mi cabeza.

Y entonces lo leí:

"Si algo me ocurre, quiero que Kalista sepa que todo lo hice por ella. Que hay cosas que no podía decirle aún… sobre su origen. Sobre ellas".

Las letras se borraban entre mis lágrimas. Mi madre había guardado un secreto. Uno grande. Uno que, quizás, tenía que ver con todo lo que está pasando.

Con ser una Ninfa.

Con Apolo.

Con ese nombre... Deimon.




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