Ahogo

Te estaba esperando.

La noche había caído como una sábana espesa sobre la casa, apagando todo sonido excepto el del viento colándose entre las ramas del bosque. Ese viento… no era normal. Traía susurros. Como si el bosque me hablara. Como si pronunciara nombres que nadie más recordaba.

Estaba por dormirme. Ya flotaba entre el sueño y la conciencia cuando lo escuché.

Tres golpes en la puerta.

Firmes. Definitivos.

Como si el destino llamara por fin.

Mi corazón se encogió en el pecho. Bajé corriendo, descalza, temblando, con el alma palpitando en la garganta. No sé cómo lo supe, pero lo sabía.

Era él.

Tenía que ser él.

Abrí la puerta de golpe… y ahí estaba.

Apolo.

El mundo se rompió en pedazos.

Y todos cayeron a sus pies.

Su figura bajo la luz tenue parecía sacada de otro plano, pero su mirada… su mirada era la misma. Esa que me desnudaba sin tocarme. Esa que me hacía arder desde adentro.

No dijo nada. Yo tampoco. Solo corrió hacia mí.

Me envolvió entre sus brazos como si no fuera real. Como si tuviera miedo de que, si dejaba de tocarme, desaparecería. Su cuerpo contra el mío. Su pecho agitado. Mis dedos buscando desesperadamente comprobar que era verdad.

Y entonces me besó.

No fue suave. Fue hambre. Urgencia. Dolor.

Nuestros labios se encontraron con la violencia de todo lo que no dijimos, de todo lo que nos arrancaron. Su lengua se abrió paso entre la mía y yo me perdí. En su sabor. En su calor. En él.

Sus manos subieron por mi espalda, mi cuello, mis mejillas. Me tocaba como si estuviera construyéndome desde cero. Como si intentara retenerme en su memoria, por si volvía a perderme.

Yo lo tomé de la camisa, con rabia y amor mezclados, tirando de él. Lo apreté más contra mí. Su pelvis contra la mía. Su aliento entrecortado. Mi cuerpo reaccionando como si lo hubiera esperado toda una vida.

Sus labios bajaron por mi mandíbula, por mi cuello, dejando marcas invisibles. Yo cerré los ojos, el pecho apretado, la respiración en llamas.

—Dios, Kalista… soñé contigo cada noche. Me volví loco sin ti —murmuró con voz rota.

—Yo también… —le respondí apenas, entre jadeos y lágrimas silenciosas.

Me empujó con delicadeza contra la pared, atrapándome entre su cuerpo y el universo. Su cadera se movió apenas, rozando la mía, y sentí el calor bajar, recorrerme, prender fuego donde antes solo había vacío.

Era deseo.

Era amor.

Era pérdida.

Y dolía.

Dios… dolía hermoso.

—Te amo —susurró, con los labios en mi oído—. Jamás me iré. Nunca más.

Le acaricié el rostro con las manos temblorosas, como si fuera de cristal. Cerré los ojos.

—Te estaba esperando…

Pero entonces…

El calor desapareció.

El cuerpo también.

Un vacío.

Un corte invisible en la realidad.

Abrí los ojos.

Y ya no estaba.

Solo mi cama.

El techo.

El silencio.

Y yo.

El bosque allá afuera. Quieto. Falso.

Y yo…

Rota.

Era un sueño. Solo un sueño.

Pero mi cuerpo seguía temblando. Mi piel seguía caliente. Mis labios… aún sentían los suyos.

Y dolía más que nunca.

Porque por un instante… fue real.

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Eran las 10 de la mañana cuando volvieron a tocar la puerta.

El sonido me sacó de mi catarsis. De sus manos fantasma. De su voz. Todavía tenía el cuerpo sensible, la garganta cerrada, y el alma hecha trizas.

Me levanté con las piernas débiles, el cabello húmedo aún, y el pecho lleno de algo que no podía nombrar.

El diario de mi madre seguía ahí, abierto, como si no se atreviera a cerrarse solo.

Bajé las escaleras con esa presión aguda en el estómago. Esa que no te avisa si es miedo… o premonición.

Abrí la puerta.

La luz me obligó a entrecerrar los ojos. Y entonces lo vi.

Un hombre. Alto. Elegante. Piel morena.

Ojos verdes como ramas mojadas. Pero no era su físico lo que me descolocó…

Era su energía.

Cautelosa. Fría. Medida.

Como si cada palabra fuera un cálculo.

—Buenos días —dijo con una sonrisa tranquila, demasiado tranquila—. Soy Malcolm, tu nuevo vecino. Y este es mi hijo, Devian. Encantados de conocerte.

A su lado, el niño parecía sacado de otro universo: moreno, precioso, ojos grandes como lunas nuevas, y una sonrisa que podía iluminar una ciudad.

—¡Holaaa! Me llamo Devian. Soy muy mayor, tengo 8 años —dijo, alzando la mano con una emoción tan pura que… por reflejo, le devolví la sonrisa.

—Hola, Devian… Hola, Malcolm —respondí con voz baja.

No sabía qué me inquietaba más: que alguien por fin se hubiera mudado a la cabaña vecina… o la certeza de que ese niño no venía solo.

Había algo con él.

Algo que no podía ver

Aún.

—También tengo una hija —añadió Malcolm, mientras Devian correteaba como si conociera el lugar de antes—, pero aún no llega. Está con su madre. Vendrá en unos días.

Asentí.

Una punzada recorrió mi pecho. ¿Otra niña? ¿Otra presencia? ¿Otra pieza en el tablero?

—Qué bueno —dije, forzando la sonrisa—. Bienvenidos. Es un lugar tranquilo… en apariencia.

Malcolm alzó una ceja.

—¿Tranquilo? ¿Algo que debamos saber?

Mis ojos se desviaron al bosque. A ese límite de árboles que parecía dormido, pero que nunca lo estaba.

Ese bosque tiene secretos.

Y nombres.

Y hambre.

—Sí. No vayan allí —advertí, con la voz más firme que pude—. Ni usted ni sus hijos. El bosque es peligroso.

—¿Peligroso? —repitió Malcolm, ladeando la cabeza—. ¿Por qué?

—Hay animales salvajes —dije sin pestañear.

No mentí.

Pero tampoco dije todo.

Porque ahí dentro hay cosas que se arrastran. Que susurran. Que miran.

Cosas que no deberían estar vivas.

Y que sin embargo… lo están.

Malcolm me miró en silencio por un momento demasiado largo. Como si estuviera leyendo entre líneas. Como si… ya supiera.




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