Pensé en rendirme. Así de simple.
Sin cartas. Sin despedidas. Solo... rendirme. Apagarme. Desaparecer en el mismo silencio que me tragaba por dentro desde hace días.
El mundo pesaba más de lo que podía cargar. Y yo ya no tenía fuerza ni para buscarlo a él, ni para entender qué estaba pasando conmigo. Todo era un eco constante de cosas que nunca pedí.
Me quedé de pie en medio de la sala, con las manos apretadas y la mirada perdida en el suelo.
Hasta que alguien tocó la puerta.
Una parte de mí quiso ignorarlo. Pero otra, más chiquita —más rota—, me obligó a caminar.
Era Malcolm.
Sostenía una bandeja envuelta en un paño blanco y tenía esa sonrisa suya: tranquila, sin juicio. Como si pudiera ver que me estaba cayendo, pero igual elegía sostenerme.
—Hice galletas —dijo—. Pensé que te vendrían bien.
Como si eso pudiera salvarme.
Y tal vez sí lo hizo.
Me senté en la cocina, con el silencio apretándome la garganta, y comí una. Estaban tibias. Suaves. Sabían a hogar. A todo lo que no he tenido en semanas. Y aunque seguía hecha pedazos, algo en mí —algo muy pequeño— se acomodó.
Después me metí a la ducha. El agua caliente ardía, y yo no me quejé. Me vestí sin pensar: un suéter verde, jeans ajustados, botas negras. Me até el cabello en una trenza floja y salí. Necesitaba aire. Necesitaba montaña.
El bosque respiraba distinto. Como si también supiera lo que yo estaba por descubrir.
Y, por supuesto… apareció ella.
—La princesita se dignó a salir —dijo el hada, flotando a mi lado con esa sonrisa burlona pegada a la cara—. Las señoritas quieren verte. Tus hermanas. Ya sabes… esa parte de tu linaje que aún no entiendes.
—¿Y por qué me lo cuentas ahora? —pregunté, sin mirarla.
—Porque si no lo hago, muero. Literalmente —resopló, cruzándose de brazos—. Las hadas somos esclavas de las ninfas. No por elección. Por necesidad. Ellas nos ofrecen protección. Sin ellas… nos extinguiríamos.
Caminamos entre raíces, ramas secas, y ese aire húmedo que siempre huele a advertencia.
—Las ninfas tienen poder —continuó con voz cargada de sarcasmo—. Sí, como en las películas. Si lloras, las flores se marchitan. Si te enojas, llueve con truenos. Si te asustas, el bosque se congela. Maravilloso, ¿no?
Tragué saliva. Pero no respondí.
—Y hay algo más, querida Kalista —dijo girando sobre sí misma en el aire—. Las ninfas como tú… se sienten atraídas por los niños.
La miré en seco.
—No de forma dulce —aclaró, sonriendo con malicia—. Las primeras ninfas los adoraban por su juventud. Su energía. Su pureza. Era casi… una obsesión. Y tú cargas con eso, aunque no lo hayas pedido.
Me detuve.
—¿Y si mueren? —pregunté bajito—. ¿Qué pasa cuando una ninfa muere?
El hada bajó la mirada por primera vez desde que la conocí. Su voz fue un susurro casi humano.
—Depende. Las oceánicas se convierten en flores. Pero las del bosque... están atadas al árbol que las vio nacer. Si ese árbol muere... ellas también.
Y entonces lo dije. Porque lo supe. Porque algo dentro de mí lo supo desde siempre.
—Entonces… si mi mamá era una ninfa del bosque, y murió cuando yo nací… ¿alguien cortó su árbol?
Mi voz tembló.
—¿Alguien la mató?
El silencio lo dijo todo.
Y después, su confirmación fue un cuchillo en el pecho.
—Sí —susurró el hada—. Alguien la mató.
Ese bosque, que hasta ahora solo me asustaba, se convirtió de pronto en un cementerio lleno de secretos que ya no quería ignorar.
Y yo... ya no podía darme el lujo de fingir que no estaba hecha de raíces, sombra y algo más.
Mi madre había sido asesinada.
Nunca imaginé que detrás del silencio del bosque, del árbol que nadie miraba, se escondía la verdad sobre su muerte… y que entenderlo cambiaría todo lo que creía saber de mí misma.
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Editado: 29.06.2025