—No puedo creer que seas tan tonta —dijo el hada, flotando a mi lado con esa sonrisa torcida que ya me estaba aprendiendo de memoria—. Tan ilusa, tan... humana.
Yo no dije nada. Solo caminé. El bosque nos tragaba de a poco, como si cada paso nos llevara a otro mundo. A lo lejos, el río comenzó a brillar.
Cuando por fin lo vi, contuve el aire.
El agua no era normal. Fluía despacio, como si no tuviera prisa. Era plata líquida, espesa, brillante. Las piedras del fondo parecían gemas apagadas, y alrededor del cauce crecían flores azules que se abrían y cerraban, respirando. Todo parecía encantado. O maldito.
—No puedo entrar aún —dijo el hada, deteniéndose justo en la orilla—. Pero te diré un secreto… y no porque me caigas bien.
Me giré a verla.
—Para ver a tus hermanas tienes que dormir. Ya sabes… desmayarte —dijo sonriendo con malicia—. Este es el único río donde no puedes respirar bajo el agua. Así que… buena suerte.
Luego añadió, como si fuera algo obvio:
—Tienes que quitarte todo lo que llevas puesto.
Me reí.
—Claro que no.
El hada frunció el ceño como si acabara de insultarla.
—¡Si no lo haces, no va a funcionar! Las ninfas no soportan la ropa. Les impide… ser lo que son.
Suspiré, a punto de discutir, cuando chasqueó los dedos y dijo:
—Bueno, hay otra opción…
De la nada, justo frente a mí, apareció un vestido. Largo, blanco, de mangas largas y tela tan suave que parecía hecha de niebla.
—Ponte esto. Ah, y el pelo… suelto. Nada de trenzas —
añadió con desdén.
Y desapareció.
Me quedé sola. Rodeada por un bosque que no respiraba y un río que quería tragarme.
Me quité la ropa lentamente, sintiendo el viento frío contra la piel. El vestido era liviano, casi como si no estuviera allí, y al soltarme el cabello, sentí algo moverse dentro de mí. Como si ese fuera el primer paso para dejar de ser solo Kalista.
Me acerqué al agua.
Y salté.
Estaba helada. Como si el río me rechazara. Como si supiera que aún no pertenecía a ese mundo.
Pero ya era tarde para volver atrás.
El agua era hielo.
No ese frío que solo eriza la piel, sino uno que te atraviesa los huesos, que se clava en el pecho y arrastra todo lo que duele. Un frío inteligente. Vivo. Como si el río supiera exactamente dónde romperte.
No supe cuándo dejé de respirar. Solo sentí el cuerpo soltarse. Como si alguien apagara una vela por dentro de mí, suave, en silencio.
Me desmayé. Pero no fue caer. Fue deslizarme. Hundirme. Como si el agua me abrazara hasta deshacerme.
Y desperté.
Pero no estaba en casa.
Frente a mí se extendía un bosque de otoño, y no uno normal. Era hermoso. Dolorosamente hermoso. Las hojas flotaban en el aire como si no quisieran tocar el suelo. Todo era dorado, ámbar, naranja quemado. Como una pintura demasiado perfecta. El aire olía a madera tibia, a hojas secas, a un recuerdo que nunca viví.
Caminé. No sabía por qué, pero cada paso se sentía inevitable. El viento me empujaba suave, como si me estuviera guiando. No había cielo, ni pájaros, ni sombra. Solo ese silencio tibio que parecía contener una verdad.
Y entonces vi los dos caminos.
A la izquierda, un sendero recto, ancho, cubierto de hojas secas que crujían como susurros. Los árboles a los lados eran simétricos, demasiado limpios. Casi irreales.
A la derecha, una montaña. Alta, nublada, rota. La niebla cubría todo. Las raíces sobresalían del suelo como si quisieran atraparme. Era más oscuro. Más real.
—Ah, al fin despiertas —dijo una voz cortante.
Una hada apareció flotando frente a mí. No era como las otras. Era más alta, con alas oscuras y un rostro tan perfecto que se volvía molesto. Una belleza peligrosa. Fría.
—¿Confundida? Normal —dijo con arrogancia, cruzándose de brazos—. Si tomas el camino de la izquierda, encontrarás a tu papá.
Mi pecho se apretó. No respiré.
—Y si eliges el derecho... —hizo una pausa, sonrió de lado, casi divertida—... verás a Dei—… Apolo.
Mi respiración se cortó.
¿Deimon?
—¿Qué dijiste? —susurré, sin atreverme a mirarla del todo.
—Nada importante —respondió, limpiándose una uña con falsa indiferencia—. Solo apúrate. Aunque, en realidad… no viniste a elegir.
Me giré.
Detrás de mí, donde antes no había nada, ahora había una casa pequeña, con techo inclinado y humo saliendo por la chimenea. Rústica. Como sacada de una postal… pero con algo raro. Algo que se sentía demasiado quieto.
—Simplemente date la vuelta —dijo el hada, flotando hacia atrás—. Si quieres seguir con lo que estábamos… entra.
Y desapareció.
Me quedé ahí. Con el nombre “Deimon” repitiéndose en mi mente como un eco maldito.
Y con la sensación de que, elija lo que elija, nada volvería a ser igual.
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Editado: 29.06.2025