Ahogo

Donde empiezan los hilos.

A veces, decidir duele más que perder. Y Kalista lo sabía.

Cuando llegó a la cabaña, la puerta ya estaba entreabierta. Como si alguien la hubiese estado esperando desde siempre.

Dentro, no había oscuridad ni polvo. Había luz. Suave, cálida, como de una tarde de verano atrapada en un frasco de cristal. Y en medio de la habitación, flotando con una sonrisa amplia y extrañamente genuina, estaba un hada.

Pero no era Malumurada. Esta era diferente. Su cabello era largo, blanco como el algodón, y sus ojos brillaban con una dulzura casi perturbadora.

—¡Llegaste! —exclamó el hada, flotando hacia ella—. Estoy tan orgullosa de ti, mi niña. Elegiste tu destino.

Kalista frunció el ceño.

—¿Mi destino? ¿Dónde estoy?

El hada soltó una risa breve, como campanas rotas, y chasqueó los dedos.

Frente a Kalista, apareció una silla tapizada de terciopelo verde. El hada hizo un gesto elegante con la mano.

—Siéntate, por favor. Vamos a ponerte bonita.

Sin entender muy bien por qué, Kalista obedeció. Tal vez porque algo en la atmósfera le decía que no estaba en peligro. Todavía. Tal vez porque ya se había rendido a no entender nada.

El hada comenzó a peinarla. Con dedos rápidos pero suaves, fue recogiendo su cabello en un moño alto, dejando algunos mechones caer con elegancia sobre sus hombros. Luego, de la nada, sacó una diadema de hojas pequeñas, verdes y frescas, y la colocó con delicadeza sobre su frente, adornando también los costados de su cabeza.

Kalista se miró en un espejo que no recordaba haber visto. Se veía... diferente. No como una chica disfrazada, sino como alguien que siempre había sido así. Como si el bosque, por fin, la hubiera aceptado.

—Y ahora, el vestido —dijo el hada, entregándole una prenda de tela rosada, suave como las nubes que nunca llueven.

Kalista lo tomó, dudó un segundo, y luego se lo puso. Encajaba perfecto. Como si hubiera sido hecho para ella antes de que naciera.

El hada la miró con admiración. Y entonces, algo cambió en su voz. Se volvió temblorosa, casi rota.

—Ama mía... ¿te ha gustado?

Kalista parpadeó, sorprendida.

—Sí... es hermoso.

El hada soltó un suspiro profundo. Como si hubiera estado aguantando la respiración durante años. Luego, sonrió otra vez, con su tono habitual.

—Bien, ahora vuelve con el hada malhumorada. Tiene instrucciones para ti.

Kalista quiso preguntar más, pero la habitación comenzó a desaparecer. Como si el aire se estuviera doblando y tragando todo a su alrededor.

Como si acabara de ser vestida para algo que aún no comprendía.

Y con la voz del hada repitiéndose en su cabeza:

"Ama mía..."

El vestido aún le rozaba las piernas, suave y ligero, mientras el bosque despertaba a su alrededor. Kalista caminó de regreso hacia el lugar donde había visto los dos caminos. El mismo sitio donde el aire parecía respirar distinto, como si el mundo entero se contuviera justo antes de un suspiro.

Las hojas crujían bajo sus botas, y el cielo estaba cubierto por una neblina delgada que apenas dejaba pasar la luz. No era de día ni de noche. Era ese momento suspendido donde todo puede pasar.

Cuando llegó, los caminos seguían ahí. El recto y limpio a la izquierda. El escarpado y oscuro a la derecha. Nada había cambiado, excepto ella.

Se quedó de pie en medio del cruce, con el vestido ondeando apenas con la brisa. Y entonces lo hizo.

Gritó:

—¡¿Dónde estás?! ¡Hada!

El eco se tragó sus palabras por un segundo.

Hasta que una chispa de luz flotó desde las ramas más altas.

—No tienes que gritar, niña —dijo una voz condescendiente mientras el hada descendía, envuelta en su acostumbrado brillo sarcástico.— Tengo oídos, no soy sorda.

Kalista bajó la mirada, un poco avergonzada.

—Lo siento. Solo... no sabía si vendrías.

El hada la miró de arriba abajo y alzó una ceja.

—Por lo que veo, no eres fea, niña. Solo necesitabas una renovación —rió con ese tono burlón que ya le era demasiado familiar.

Kalista suspiró, cansada de rodeos.

—Dime qué tengo que hacer.

El hada giró en el aire, haciendo una voltereta casi elegante. Luego la miró fijamente, como si evaluara si debía seguir hablando o no.

—Bueno, primero que todo... —empezó, dibujando una sonrisa torcida—. Antes de seguir, debo preguntarte algo. Es tu última oportunidad.

Kalista se tensó. No era una pregunta que pareciera menor.

—¿Qué quieres decir?

—¿Quieres ver a tu padre? —dijo el hada con tono serio. Luego hizo una pausa extraña. Como si algo se le hubiera cruzado en la lengua.— O a... a Dei...

Kalista levantó la cabeza de golpe.

—¿Qué dijiste?

El hada frunció el ceño, molesta consigo misma. Y entonces, más fría que antes, más seca:

—Apolo. Dije Apolo.

Pero el nombre equivocado ya había caído como una semilla venenosa. "Dei". ¡Deimon! No era casualidad. No era un error. Era una verdad escondida entre los pliegues de una mentira mal tejida.

—¡Contesta! —dijo Kalista, con un nudo en la garganta—. ¡¿Por qué dijiste Deimon?!

El hada la ignoró, volvió a girar en el aire y bajó un poco el tono.

—Tienes tres caminos, Kalista. Tres. Aunque solo dos los puedas ver.

Kalista la miró sin parpadear.

—El camino a tu padre. El camino a Apolo. O...

O...

—¡O qué!

—O seguir con tu destino. ¡Tu linaje! ¡Tu raza! ¡Tu historia! ¡Tus secretos! Todo lo que eres y ni siquiera has empezado a descubrir.

El hada flotó frente a su rostro, con sus alas latiendo apenas, como un suspiro helado.

—Elige. Porque no habrá segunda vez. No habrá marcha atrás. Si das un paso en cualquiera de los caminos... no vas a poder volver.

Kalista tragó saliva. El corazón le latía en los oídos. Tenía ganas de correr, de gritar, de retroceder. Pero también... de miedo.

Miedo de no poder ver una ultima vez a su padre.




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