Kalista no lloró. No había lágrimas esta vez.
Solo una calma extraña. Una certeza sorda que se arrastraba por su pecho como un animal cansado. La decisión estaba tomada, aunque pesara más que cualquier despedida.
Sabía que su padre estaría bien sin ella. De hecho, siempre lo había estado. Su relación nunca fue buena. Apenas lazos biológicos y silencios incómodos llenos de ausencias. Era un hombre roto, pero no por ella. Y ella no debía seguir remendando cosas que ya estaban perdidas.
Y Apolo...
Kalista apretó los labios. Recordó su rostro, su sonrisa torcida, sus palabras a medias. Y comprendió algo doloroso:
Nunca habían tenido una conversación real. Nunca se miraron de verdad. Nunca fueron honestos, ni siquiera en sus silencios. Tal vez, si Draven tenía razón... Apolo simplemente se fue. La dejó. Sin más.
Y si se fue, era porque no quería quedarse.
Tal vez... nunca la quiso.
Eso dolió, sí. Pero también la liberó.
Así que, frente al cruce de caminos, Kalista levantó el mentón y eligió. No al padre. No al amor.
Eligió su destino.
—Al fin —gritó el hada con ironía, apareciendo en un remolino de luces doradas—. Estaba a punto de dormirme del aburrimiento.
Kalista no respondió. No valía la pena.
—Bien —continuó el hada, sonriendo como si disfrutara cada segundo de ese teatro cruel—. Lo siguiente será muy sencillo. Aquí tienes.
Le extendió una pequeña maceta de barro, con tierra oscura en su interior. Nada especial a simple vista. Pero el peso que tenía en las manos era distinto. Casi... vivo.
—Dentro hay una semilla —dijo el hada, girando sobre sí misma—. Con tus poderes, hazla florecer.
Kalista la miró como si fuera una broma.
—¿Qué? Pero... yo no sé usar mis poderes. O lo que sea que creas que son. ¿Cómo se supone que lo haga?
El hada se cruzó de brazos y soltó una carcajada tan falsa que dolió.
—No lo sé. Es tu problema, enana tonta.
Y con eso, se desvaneció.
Así. Como lo hacían todas las malditas hadas.
Kalista se quedó sola, con el bosque respirando alrededor y la maceta temblando apenas entre sus dedos. El viento sopló con un frío distinto, más afilado.
Y por primera vez en mucho tiempo... tuvo miedo. No del bosque. No de los secretos. De ella misma.
Porque si no podía hacer florecer esa semilla... tal vez nunca descubriría quién era realmente.
Kalista se quedó sola con la maceta entre las manos y el eco de la risa del hada aún flotando en el aire como humo venenoso.
—Hazla florecer… —murmuró con sarcasmo.
Se sentó sobre una roca plana, en medio del claro. El aire era espeso, como si el bosque estuviera aguantando la respiración. Miró la tierra. Nada. Ni una hoja, ni un brote, ni una señal de vida. Solo tierra seca y oscura.
Probó con todo lo que se le ocurrió.
Primero, hundió los dedos en la tierra, suave, con cuidado. Imaginó calor, luz, algo que pudiera brotar desde su piel. Nada.
Luego, sopló sobre la maceta, como si con su aliento pudiera infundirle algo. Recordó cuentos infantiles donde las princesas hablaban con las plantas. Nada.
Trató de cantarle. Una melodía rota, de esas que su abuela tarareaba. Pero la tierra siguió inerte.
Cerró los ojos, e intentó invocar algo. Poder, energía, rabia, lo que fuera. Pero no pasó nada. Nada salvo el vacío.
Y el vacío empezó a oscurecerse.
La noche cayó como un manto, sin estrellas. La luna, apenas visible, era una uña rota en el cielo. Kalista se recostó junto a la maceta. El sueño la invadió como una niebla densa. Incontrolable. Se quedó dormida.
Y entonces vino la pesadilla.
Estaba de pie frente a la maceta, una vez más. Pero esta vez el suelo se agrietaba, los árboles sangraban y las sombras reían. Intentaba hacer florecer la semilla, gritaba, lloraba, escarbaba con las manos hasta romperse las uñas. Pero no crecía nada.
Y cuando ya no pudo más, el suelo se abrió bajo sus pies y la tragó. Su cuerpo cayó en un abismo sin fondo, y justo antes de estrellarse contra el olvido... despertó.
Despertó con un grito ahogado, sudando, temblando. El frío la había envuelto por completo.
La maceta seguía ahí. La tierra, igual de vacía.
Kalista se abrazó las rodillas y pensó. En su madre. En su padre. En Apolo. En Draven. En los vecinos, en la cabaña, en el hada con su risa cruel, en las cosas que había perdido y las que nunca tuvo.
Nunca tuvo el amor de su madre. Ni una caricia. Ni una palabra dulce.
Nunca tuvo la comprensión de su padre. Solo silencios, distancias, decepciones
Nunca tuvo un "te quiero" de Apolo. Solo ausencias disfrazadas de promesas.
Y entonces lloró. No como se llora por rabia. Lloró con una tristeza antigua, de esas que se heredan. Lloró como si las lágrimas fueran parte del idioma que nunca supo hablar.
Una gota cayó. Cayó directo sobre la tierra de la maceta.
Y entonces pasó.
La tierra se movió. Se estremeció como si algo la empujara desde adentro. Kalista retrocedió, asustada, y miró sin parpadear cómo un tallo brotaba.
Pero no era una flor. No era belleza. Era un hongo. Deforme. Hinchado. Rojo oscuro como carne cruda, y cubierto de lo que parecían... dientes.
Dientes pequeños, puntiagudos. Y entre ellos, una baba espesa que parecía sangre.
Kalista lo miró con una mezcla de horror y fascinación. Y dijo, sin poder evitarlo, con una voz temblorosa:
—Genial. Un hongo. Dientes de sangre.
Y el hongo... sonrió.
Kalista retrocedió. El corazón, una alarma constante. El hongo seguía ahí. Respiraba. Sí. Como si tuviera pulmones escondidos entre los dientes. Subía. Bajaba. Palpitaba. Sonreía.
Y esa sonrisa no era normal. Era una advertencia.
—No es real… —susurró, aunque sabía que sí lo era.
El aire alrededor se volvió más espeso. Más frío. Un murmullo comenzó a crecer. Primero leve, luego como un susurro multiplicado por mil bocas que hablaban al mismo tiempo, desde debajo de la tierra.
#657 en Fantasía
#274 en Thriller
misterio y dolor., misterio muerte traicion, libro de amor con magia
Editado: 29.06.2025