Ahogo

Sombras que florecen.

De repente el hada apareció y dijo sígueme.

Ella iba unos pasos delante, sin hablar, sin mirarla, como si Kalista no existiera, como si fuera solo un estorbo que le tocó arrastrar. Ya no era la criatura brillante que flotaba entre hojas, que reía con sarcasmo y lanzaba comentarios como cuchillos. No.

Ahora era una sombra.

Fría.

Callada.

helada.

Kalista abrió la boca, harta del silencio.

—¿Qué pasa contigo?

El hada no respondió. No frenó. No giró.

—¿Es en serio? ¿Vas a seguir ignorándome? ¿Te tragaste la lengua o qué?

Silencio.

Kalista frunció el ceño, aceleró el paso y se paró justo frente a ella.

—Mírame. Dime algo.

Entonces, la criatura la miró. Y Kalista deseó que no lo hiciera.

Porque esos ojos ya no eran los mismos.

Ya no había brillo, ni ironía. Solo un gris profundo, como metal sucio, como una tormenta detenida justo antes de explotar.

—Cumpliste la prueba —dijo, sin emoción.

Kalista parpadeó.

—¿Qué?

—Lo que oíste.

—¿Eso es todo? ¿"Cumpliste la prueba"? ¿Dónde está el discurso, la medalla, el sarcasmo?

El hada la escaneó de pies a cabeza con una mirada de asco disimulado.

—De todas las flores, Kalista… De todas las benditas, malditas, hermosas flores que existen en este reino…

Tenías que crear un hongo.

Y no cualquier hongo.

Un Dientes de Sangre.

Kalista frunció el ceño.

—¿Qué es eso? ¿Qué tiene de malo?

—¿Te burlas? ¿Eres así de ignorante o solo lo finges? —el hada flotó un poco, girando sobre sí misma como si necesitara el movimiento para no gritarle—. Es uno de los hongos más oscuros del Bosque. Se alimenta de dolor.

Crece en la podredumbre. Es feo, sangriento y venenoso.

—Wow, qué bonita descripción —respondió Kalista con los brazos cruzados—. Gracias por el apoyo, en serio. De corazón.

—Creaste eso. O eso fue lo que tu energía atrajo. ¿Entiendes lo que significa?

—¡No! No entiendo nada porque nadie me explicó cómo funcionaba esto. ¡Solo me dijeron que lo sintiera! Y eso hice. Sentí. ¿Qué querías, que lo fingiera? ¿Que creara una flor bonita solo para que estés contenta?

—Preferiría eso antes que ver cómo tu alma se conecta con algo que mata.

Las palabras se clavaron en su pecho como cristales rotos.

Kalista retrocedió un paso.

Dolía. Porque era injusto.

—Era mi primera vez. No sabía qué hacer. ¿Qué más querías?

El hada rió. Una risa seca, sin dientes, sin rastro de ternura.

—¿Sabes qué? Eso no importa. Sígueme.

Así.

Como si nada.

Kalista pensó en gritar. En lanzarle algo. En decirle que no iba a seguirla, que se metiera sus pruebas por donde no da la luz.

Pero no lo hizo.

Porque en el fondo… sabía que no tenía opción.

Así que caminó detrás de ella.

Otra vez.

Como una estúpida.

Con el corazón palpitándole fuerte y los dientes apretados.

Cruzaron un bosque espeso.

La luz se filtraba a trozos, como si el mundo dudara si valía la pena iluminar el camino.

Kalista no dijo nada. Ni una palabra. Porque no quería sonar rota. Porque no quería darle el gusto de saber que estaba dolida.

Después de lo que pareció una hora, llegaron.

Y fue como entrar en otro mundo.

Un Prado.

Gigante.

Con flores de todos los colores y tamaños.

Algunas flotaban, otras brillaban.

Otras cantaban. Sí, literalmente. Un coro suave que llenaba el aire de una calma inquietante. Y en el centro, un pequeño lago con agua tan clara que parecía vidrio líquido.

Kalista se quedó en silencio.

Porque por primera vez en horas… se sentía menos perdida.

El hada se giró hacia ella, sin rastro de sonrisa.

—Esta es tu siguiente prueba.

Kalista tragó saliva.

—¿Qué tengo que hacer?

—Conseguir una flor.

—¿Cuál?

—No cualquier flor.

La flor que transmita tu alma.

Kalista arqueó una ceja.

—¿Perdón?

—La que se parezca a ti. La que hable por ti. La que exprese lo que eres.

Kalista soltó una risa incrédula.

—¿Y cómo se supone que voy a saber cuál es?

—Tú lo sabrás.

—¿Por qué no puedes ser clara por una vez?

Volvió a girarse hacia ella…

Pero ya no estaba.

Ni rastro.

Ni luz.

Ni sombra.

Nada.

Solo una risa.

Una risa que flotaba en el aire como un eco. Aguda. Cruel. Jodidamente burlona.

Kalista apretó los puños.

—¡ESTÚPIDA! —gritó. Su voz rebotó en el prado, chocó con las flores y se deshizo.

No obtuvo respuesta.

Solo la brisa.

Y el canto de las flores.

Sabía que era inútil.

Sabía que estaba sola.

Otra vez.

—Perfecto —murmuró, cruzándose de brazos—. Abandonada en un campo de flores mágicas. Buscando una flor que se parezca a mí cuando ni siquiera sé quién

Genial.

Qué jodidamente genial.

Se quedó allí, de pie.

Observando.

¿Una flor que transmita su alma?

¿Y si su alma no servía para eso?

¿Y si su alma seguía pareciéndose más a un hongo venenoso que a una flor hermosa?

Caminó. Sin rumbo. Tocó flores. Las olió.

Una le escupió. Otra se marchitó al tocarla.

Una más empezó a llorar.

Literalmente. Lágrimas de néctar.

Kalista se arrodilló.

—No sé qué quieres de mí —susurró al suelo—. No sé quién se supone que tengo que ser para que todo esto funcione.

Solo sé que estoy cansada.

Cansada de fingir.

De fallar.

De buscar algo en mí que parece no existir.

Una flor se agitó a su derecha.

Negra.

Con bordes rojos.

Sus pétalos temblaban como si respiraran.

Kalista extendió la mano…

Y por primera vez, no se marchitó.

No la escupió.

No huyó.

Simplemente… la dejó tocarla.

—Hola —murmuró, como si pudiera oírla—. ¿Eres tú?

La flor se inclinó.

Y por primera vez en horas…




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