Ahogo

Susurran.

Pero algo se quebró en el aire.

La flor se inclinó otra vez, como si se reconocieran.

Como si sus raíces ya hubiesen compartido secretos antes de que ella llegara.

Kalista la observó durante largos segundos. El negro era tan puro que parecía tragar la luz a su alrededor, y los bordes rojos… parecían manchados con sangre seca, como si la flor hubiese sobrevivido a una guerra.

O tal vez… la hubiese provocado.

Sus dedos acariciaron los pétalos con lentitud.

No eran suaves. Tenían textura de terciopelo áspero, como piel herida que ya empezó a cicatrizar.

Y por algún motivo, eso le dio paz.

—Tú no finges —murmuró—. No intentas ser bonita para agradar a nadie.

La flor no respondió.

Pero algo se quebró en el aire.

Un murmullo, leve como el roce del viento entre huesos.

Y entonces, lo sintió.

Un cambio. Un tirón en el estómago.

Como si algo despertara debajo de la tierra. Como si su toque hubiese activado una memoria antigua, enterrada entre raíces.

La tierra tembló levemente. Las flores a su alrededor se agitaron, pero no con brisa.

Con miedo.

La flor, negra permaneció firme.

Una grieta se abrió bajo sus pies, fina como una cicatriz mal cerrada. Kalista retrocedió un paso, pero no huyó.

No ahora.

del centro surgió una criatura.

Alta.

Delgada.

Inhumana.

Su cuerpo estaba formado de agua negra y luz trémula.

Tenía rostro de mujer… pero sin rasgos. Solo la insinuación de unos ojos profundos y una boca cerrada, como si jamás hubiese hablado y no tuviera intención de hacerlo.

Kalista no se movió.

El miedo era real. Pero no era nuevo.

Era un miedo que conocía. Uno que aprendió a vestir como abrigo.

—¿Eres otra prueba? —preguntó, con la voz firme pese al temblor en las piernas.

La figura extendió una mano.

Y kalista entendió.

No era otra prueba.Era una consecuencia.

El resultado de tocar algo tan profundamente ligado a su alma.

la flor no solo había respondido

La había elegido.

—¿Qué quieres de mí?

La figura no habló. Pero su presencia empujó pensamientos dentro de ella como cuchillas de hielo:

Acepta lo que eres."

"Abandona lo que fuiste."

"Despierta lo que dormiste."

Kalista cerró los ojos.

Y entonces lo vio.

Un recuerdo que no era recuerdo.

Una niña sola frente a un fuego, llorando mientras el mundo se le deshacía.

Un grito que nadie escuchó.

Una promesa que nunca dijo en voz alta:

“Algún día, no me van a quebrar.”

Abrió los ojos.

La figura se deshacía lentamente en el aire como tinta diluida.

Y en su lugar, quedó algo más.

Un símbolo.

Un tatuaje, marcado en la muñeca de Kalista como una quemadura fresca:

La misma flor que había tocado.

Negra.

Viva.

Pulsante.

Kalista se llevó la mano a la marca.

Ardía. Pero no dolia.

Era… pertenencia.

—¿Qué significa esto? —susurró.

No hubo respuesta.

Pero el viento cambió.

Y con él, regresó la voz que tanto detestaba.

—Felicitaciones —dijo el hada, apareciendo a su espalda como una maldición con alas—. Has sido marcada.

Kalista no se giró.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que el reino ya no te ve como visitante.

Silencio.

—Ahora te reconoce como una hija más.

Kalista sonrió con una esquina de la boca.

Fría.

Firmé.

Distante.

—Perfecto.

Porque por primera vez… no quería ser salvada.

Ni aceptada.

Ni amada.

Solo quería ser ella misma.

Incluso si eso significaba pertenecer a un lugar donde lo hermoso también dolía.

Porque tal vez su alma no era luz.

Pero ahora tenía raíces.

Y hasta la flor más oscura… también puede ser familia.

Kalista siguió caminando con la marca aún ardiente en su muñeca.

Ya no sentía miedo.

Sentí algo peor:

Curiosidad.

Era más húmedo. Más vivo.

Y algo —no sabía qué— empezó a observarla desde el bosque. No eran ojos. Eran presencias.Vivas.

Las ramas se apartaron solas.

El prado quedó atrás.

Frente a ella se abrió un claro lleno de agua turquesa, con raíces que colgaban del cielo como venas abiertas.

Y allí estaban ellas.

Las otras hijas.

Ninfas.

Cinco.

Una flotaba en la superficie del lago con los cabellos extendidos como algas encantadas.

Otra tejía fuego con los dedos, y sus ojos eran de piedra fundida.

Una más tenía la piel cubierta de líquenes, como si la tierra respirara bajo su carne.

La cuarta caminaba descalza sobre el agua como si no pesara.

Y la última… estaba sentada sobre una roca, desnuda y rota, con un cuervo dormido entre las piernas.

Todas la miraron al mismo tiempo.

Y Kalista sintió que el aire se volvía espeso.

Como si cada una de ellas fuera un fragmento del Reino que respiraba.

—Así que tú eres la nueva —dijo la de fuego, sin mirarla directamente—. La que se atrevió a florecer en veneno.

Kalista alzó la barbilla. No respondía a provocaciones. No más.

—¿Y si lo fui?

—Entonces fuiste elegida por el Reino —susurró la del lago, su voz como eco entre gotas—. Y eso te hace una de nosotras.

—¿Y eso qué significa exactamente? —preguntó Kalista con cautela.

La que caminaba sobre el agua sonrió con los labios partidos.

—Significa que ya no tienes hogar fuera de este lugar. Ni familia más allá de nosotras.

—Significa —dijo la de la roca, acariciando al cuervo— que si el Reino decide que mueras, morirás. Y si decide que vivas, vivirás.

—¿Y si no quiero seguir sus reglas? —Kalista dio un paso adelante, sin miedo.

La ninfa de líquenes se le acercó, sus ojos eran como raíces húmedas.

—No viniste aquí por elección. Ninguna lo hizo. Pero ahora que estás… solo hay una salida: florecer hasta romperte o marchitarte por dentro.




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