Ahogo

Donde florece la sombra.

El sol no salió ese día. Ni siquiera lo intentó.

El Reino había adoptado un silencio nuevo, casi respetuoso. Como si la tierra contuviera el aliento. Kalista lo sintió antes de abrir los ojos: el peso de una decisión tomada por otros, pero que la atravesaba a ella.

Cuando salió de su choza, las cinco ninfas la esperaban. No con hostilidad, pero tampoco con afecto. Era la quietud de los ritos. La del umbral antes del abismo.

La ninfa de los lirios se adelantó.

—El Reino ha hablado. Ha abierto el Clarisol.

Kalista no preguntó qué era. Ya lo sabía, aunque nunca supo ponerle nombre: un lugar dentro del Reino donde la verdad no se oculta, y donde la hija debe enfrentarse a su sombra.

Sin palabras, caminó hacia el bosque.

---

El Clarisol no era un sitio físico, y sin embargo, estaba ahí: entre las raíces del árbol más antiguo del Reino. Una grieta viva se abrió, no con violencia, sino con hambre. Kalista entró. Y el mundo se cerró tras ella.

El interior era una cámara de savia petrificada. El aire olía a memoria. No había luz, pero todo era visible.

Y entonces lo vio.

Draven.

No era un mentor. Nunca lo fue. Solo un chico extraño, pálido y errante, que una vez encontró en el bosque. Él fue el último que dijo haber visto a Apolo. Él fue quien le dijo a Kalista que Apolo se había ido con otra mujer. No había pruebas. Solo palabras goteando veneno.

Estaba de pie, tan real que el corazón de Kalista olvidó cómo latir por un instante. No había envejecido. Llevaba la misma sonrisa torcida. Su voz fue un veneno envuelto en terciopelo:

—Has crecido, pequeña. Pero te has perdido en el proceso.

Kalista sintió una oleada de furia, pero también de dolor. Él no debía estar allí. Era un recuerdo. Una sombra.

—No eres real.

—Soy lo que dejaste sin enterrar.

Ella cerró los ojos. La flor en su mano latía. Cada pulso era una advertencia. Draven se acercó con lentitud, como si el tiempo mismo se doblara a su paso.

—Aún puedes volver. Puedes controlar esa raíz absurda. Puedes ser... útil. Eficiente. No como ese niño... ¡Apolo! Él te debilitó. Te hizo creer que amar era un camino.

Kalista sintió un nudo en la garganta. Lo odiaba. Pero también había creído en él. Había confiado. Había...

—Calla.

Pero Draven siguió:

—Tú eras mía. Yo te hice fuerte. Yo te dije la verdad. Fui el único que te mostró lo que Apolo era en realidad.

Kalista cayó de rodillas. No por sumisión, sino por peso. El peso de todas las cosas que nunca dijo.

Entonces la flor en su palma se abrió.

Y en su centro, no vio a una niña.

Vio a Apolo.

Jóvenes. Abrazándose bajo la lluvia. El cabello mojado. Las risas en medio del miedo. Las promesas que no se dicen, pero que existen.

“Tú eres suficiente”, le había susurrado él.

La flor tembló. Y luego se hizo fuego.

Kalista se levantó. Y sus ojos ya no lloraban.

—No soy tu eco, Draven. No soy tu versión de la verdad. Soy mi supervivencia.

Entonces él cambió.

La sombra se retorció. Mezcló su forma con la de Kalista. Era una criatura hecha de espinas, mirada dorada y dientes de hueso. Su voz era suya. Sus miedos. Su ira.

—¡Tú me hiciste! —rugió la sombra—. ¡Soy tu semilla oscura!

Kalista respiró hondo. No peleó con rabia. No gritó.

Solo caminó hacia la sombra.

Y la abrazó.

En ese instante, todo se quebró. El Clarisol colapsó en luz. La sombra gritó, no de dolor, sino de disolución.

Y Kalista, por primera vez, se sintió completa.

---

Emergió cubierta de polvo de savia. Las ninfas esperaban. Pero ninguna se atrevió a hablar.

Kalista caminó sin mirar atrás. La flor de su mano flotaba. El cuervo en su hombro la miró con uno solo de sus ojos, y por un instante, pareció sonreír.

La ninfa del fuego, con voz temblorosa, preguntó:

—¿Quién eres ahora?

Kalista no respondió al principio. Luego, deteniéndose bajo un árbol recién florecido, dijo:

—Aún no lo sé. Pero sé quién no volveré a ser.

A sus pies, brotaron flores negras con bordes dorados. El Reino las olfateó. Y las aceptó.

---

Esa noche, Kalista no durmió. El cuervo se acurrucó en su pecho. Y ella, con voz baja, dijo una verdad nacida de su herida:

> "No soy una flor rota.

Soy la espina que sobrevivió al invierno."

Y mientras cerraba los ojos, un nombre le vino a la mente. Uno que no había dicho en años, que no sabía si soñó o vivió:

Deimon.

Y el Reino, una vez más... se inclinó ante ella.

---

Kalista despertó sin sobresaltos. La tierra a su alrededor aún humeaba, como si el Reino estuviera exhalando los restos del Clarisol. El cuervo dormía en su hombro, con la cabeza oculta bajo el ala.

Cuando salió al claro, las ninfas ya la esperaban. No tenían la mirada de jueces, sino la de quienes saben que lo siguiente será más difícil.

La ninfa del fuego fue la primera en hablar:

—Kalista… han pasado dos años.

Ella frunció el ceño, como si esas palabras no encajaran en su cuerpo.

—¿Dos?

—Aquí el tiempo camina de otro modo. Allá afuera, el mundo cree que desapareciste. Pero tú… tienes veinte años ahora.

Kalista se llevó una mano al rostro, como si esperara encontrar otra piel.

—¿Y por qué me dicen esto ahora?

La ninfa del musgo señaló al cuervo, que acababa de despertar y la observaba en silencio, su ojo opaco parpadeando con lentitud.

—Él no siempre fue tuyo. Llegó de la nada. Y lo reconocimos. Es parecido al de otra hija del Reino. Una que desapareció hace tiempo.

Kalista sintió un escalofrío.

—¿Qué quieren decir?

La del lago, que casi nunca hablaba, susurró:

—Debes volver.

—¿Volver… adónde?

—Al mundo. Al otro lado del velo. Y no regreses al Reino… hasta saber su nombre.

Kalista miró al cuervo. Él seguía mirándola como si siempre hubiera sabido este momento.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.