Ahora seré tú tormento

CAPITULO 8

Alondra se acomodó en su asiento, dándole un sorbo más a su café, mientras la niña seguía entretenida con la cucharita. Levantó la mirada hacia él con ese brillo sarcástico en los ojos que prometía diversión o quizá un reto intelectual, porque con ella nunca se sabía.

—Dime algo—, empezó, con un tono tan inocente que era sospechoso. —¿Sabías que alguna vez existió un tipo llamado Pitágoras? Un genio, de esos que dejaron huella en el mundo. Lo llaman el padre de las matemáticas—

Él frunció el ceño, —Claro que sé quién es Pitágoras—, respondió, cruzándose de brazos. —Todo el mundo lo sabe... ¿Qué tiene que ver conmigo? —

Alondra hizo una pausa dramática, disfrutando del momento como quien saborea el último trozo de pastel. —Bueno, sólo digo que si Pitágoras inventó cosas tan útiles como los teoremas, los ángulos y los cálculos, no fue porque estaba aburrido, ¿sabes? Tal vez deberías hacer como él y usar tu tiempo, tus neuronas y sacar cuentas o hacer en algo más constructivo que soltar preguntas absurdas como si fueras un detective en entrenamiento—.

Él dejó escapar una carcajada, sacudiendo la cabeza. —Te superas cada vez, amor. No puedo competir con ese nivel de sarcasmo—.

La niña, aún ajena a la batalla de ingenios que se desarrollaba, lo miró y señaló con la cucharita. —¿Eres como Pitágoras? —

Alondra, ignorando una de las palabras dicha por el hombre frente a ella, soltó una risa que resonó por toda la cafetería. —Oh, cariño, Pitágoras era un visionario. Este hombre ni siquiera puede decidir si quiere café solo o con leche. Está muy lejos de ser una leyenda—.

Él respondió con una sonrisa torcida, mientras se sentaba en la mesa, rendido ante la dinámica única de Alondra y su pequeña compañera. Porque así era ella, capaz de convertir cualquier conversación en una obra maestra de sarcasmo, ironía y, curiosamente, encanto. Y él, aunque nunca lo admitiría, disfrutaba cada instante. Después de todo, no todos los días te comparaban con Pitágoras, ni siquiera para bajarte los humos.

Él la miró fijamente, inclinando ligeramente la cabeza como si estuviera tratando de descifrar un código secreto. Entonces, algo en su expresión cambió. Sus ojos se estrecharon, sus labios formaron una línea fina, y alzó una ceja con aire de autoridad.

—Espera un momento…— dijo con voz baja pero cargada de sospecha, como quien ha detectado una conspiración en plena marcha. —¿Te estás burlando de mí? —

Alondra, incapaz de contener una sonrisa traviesa, se encogió de hombros con una inocencia tan exagerada que resultaba descarada. —¿Yo? Jamás. Sólo estoy aportando algo de contexto histórico a la conversación. ¿Qué tiene de malo hablar de Pitágoras? Era un genio, ¿sabes? —

Él cruzó los brazos y tomó aire lentamente, como si estuviera debatiéndose entre reírse o indignarse. Decidió por lo segundo. —Alondra, en serio. Responde de una vez y deja de jugar—.

Alondra lo miró por un momento, disfrutando cada segundo de su ligera desesperación, antes de suspirar dramáticamente y seguir tomando de su café. Él resopló, todavía irritado, pero una leve sonrisa traicionó su intento de parecer completamente molesto. —Sabes que a veces eres exasperante, ¿verdad? —

La castaña le guiñó un ojo, levantando su taza de café como si brindara por su victoria. —Y por eso sigues regresando. El caos tiene su encanto, querido. Ahora, ¿quieres café o vas a seguir quejándote? —

Ella se cruzó de brazos, adoptando una postura que gritaba triunfo anticipado, y le esbozó una sonrisa tan llena de ironía que casi podía sentirse tangible. Lo miró de arriba abajo, como si estuviera evaluando su estado general, y luego dejó caer la bomba, porque así era ella, directa y contundente.

—Ah, ya veo…— comenzó, con un tono tan dulce como falso, —no sabía que con los años tus neuronas y tu vista también habían decidido jubilarse. Porque, si te fijas bien, querido, esta princesa apenas tiene un poco más de tres años. ¿O acaso tu línea del tiempo funciona diferente que la del resto de nosotros? —

Él parpadeó, atrapado entre el impulso de defenderse y la certeza de que cualquier intento sería vinútil frente a ella. —Muy graciosa—, replicó, aunque el leve rubor en sus mejillas traicionaba que sus palabras lo habían tocado más de lo que admitiría. —Sólo estaba preguntando, no hace falta que me entierres con tus sarcasmos—.

Alondra dejó escapar una risa suave, ajustando un mechón rebelde de su cabello detrás de la oreja. —Vamos, no te pongas sensible. Es que me sorprende que alguien que supuestamente usa su cerebro para algo más que sostenerse el casco que acompaña su traje de piloto no haya hecho la conexión. Pero, bueno, te perdono porque parece que ni tu sentido común ni tus lentes de aumento estaban contigo esta mañana—.

La niña, al margen de esta batalla, empezó a tararear una canción mientras jugaba con la cuchara, completamente ajena a la tensión burlona que flotaba en el aire. Él, finalmente, dejó escapar un suspiro de resignación y se recostó completamente al espaldar de la silla junto a la mesa.

—Un día, Alondra—, dijo, señalándola con el dedo, —te voy a dejar sin palabras. Sólo espera—.

Ella levantó su taza de café en un brindis irónico. —Si lo logras, haré una estatua en tu honor. Hasta entonces, sigue soñando, campeón—.

Él se quedó en silencio por un momento, procesando las palabras de su tormento. Su ceño se frunció lentamente, y una chispa de celos comenzó a arder en sus ojos. Finalmente, soltó, con un tono que intentaba ser firme pero que traicionaba su inseguridad —¿Cómo pudiste meterte con otro hombre? Sabías que eres mía—.




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