El sonido de los tacones apresurados y los teclados tintineando se detuvo en seco cuando Bastian irrumpió en la oficina. El aire, que hasta hace un segundo estaba impregnado del olor a café y a reuniones interminables, se llenó de un aroma inesperado “fresa con un toque de leche”.
Cada empleado dejó lo que estaba haciendo y clavó la vista en la imponente figura del hombre rubio de más de un metro noventa que había entrado como un vendaval. Su traje, impecablemente gris a primera hora de la mañana, ahora exhibía manchas rosadas que resbalaban con un dramatismo casi artístico por las botas de su pantalón. Sus zapatos de cuero italiano, que usualmente brillaban como un espejo, estaban salpicados de gotas dulces y pegajosas. Y, por supuesto, su expresión… una mezcla perfecta entre furia contenida y resignación.
Pero si algo quedó claro en ese instante, fue que la lógica y el sentido común no gobernaban en esa oficina. Porque mientras los hombres se debatían entre la risa reprimida y el desconcierto, las mujeres ignoraron completamente la situación. El batido de fresa, su evidente enojo, su imagen de hombre sacado de una batalla épica contra un postre, todo quedó relegado a un segundo plano. Lo único que veían era a Bastian, un dios griego encarnado, que incluso bañado en desdicha seguía siendo una obra maestra.
Y entonces, como si el universo tuviera sentido del humor, la nueva pasante, una joven con gafas grandes y voz temblorosa, se atrevió a romper el silencio
—Señor Cooper… si le sirve de algo… al menos huele delicioso.
Un tic apareció en su ojo derecho, tensó la mandíbula rechinando los dientes. Hubo un segundo de tensión en el aire.
—Huele a fracaso —respondió con gravedad.
Y con eso, como si fuese una escena sacada de una película, Bastian pasó de largo, dejando detrás de sí una estela de aroma a fresa y corazones acelerados.
El aire en la oficina seguía impregnado del dulce aroma a fresa cuando Sophía, la secretaria de la vicepresidencia, decidió que aquel era el momento perfecto para jugar una carta arriesgada. Se levantó de su escritorio con la seguridad de quien conoce su propio atractivo y se acercó a la puerta de la oficina de Bastian, con una sonrisa que irradiaba más peligro que simpatía.
—Yo podría ayudarlo, señor Cooper— sugirió con voz melosa, inclinándose apenas lo suficiente para que la intención quedara clara.
Bastian, quien ya había tirado su saco sobre la silla y revisaba los estragos de su pantalón, se giró lentamente, con la paciencia de un hombre al borde del colapso. La miró de arriba abajo, con un gesto que no mostraba ni interés ni gratitud, solo una clara falta de entusiasmo por continuar aquella interacción.
—Sal de mi oficina—. Fue las únicas palabras del rubio.
Sophía parpadeó. No hubo un "gracias", no hubo un "aprecio el gesto", ni siquiera un "tal vez en otra ocasión". Solo una orden, fría y afilada como una navaja.
—¿Perdón? — soltó ella, indignada.
—Lo que escuchaste. No te hagas la sorprendida ni la sorda—. Soltó un gruñido de exasperación — Sabía que esto iba a pasar — murmuró Bastian mirando al techo con las manos alzadas, volviendo a enfocarse en su desastre de ropa.
Sophía frunció los labios, susurró algo inaudible y salió, contoneando las caderas con la dignidad que le quedaba. Al pasar junto a sus compañeras, algunas le lanzaron miradas de lástima, otras de pura diversión.
Desde su escritorio, la pasante de gafas grandes, quien hasta ese momento se había limitado a observar la escena, murmuró en tono reflexivo
—Debe de estar muy enamorado, muy amargado… o juega para mi equipo—
Bastian caminaba de un lado a otro dentro de su oficina, la furia aún latente en cada paso que daba sobre el suelo de madera oscura. Su pantalón y zapatos seguían manchados de batido de fresa, y cada vez que bajaba la vista veía el desastre, su mandíbula se tensaba más.
Sin poder contener su frustración, tomó su teléfono y abrió una videollamada con los únicos dos seres humanos que podían soportar su carácter sin huir despavoridos, Aldo Mastrangelo y Luca Radamanthys, la cual conectó a la pantalla grande de su oficina, ya que no sabía donde había dejado su teléfono,.
La imagen de sus amigos apareció en pantalla. Aldo, siempre impecable y relajado, le lanzó una mirada de falsa preocupación. Luca, por otro lado, apenas vio el estado de su ropa, soltó una carcajada que resonó en la llamada.
—No es posible —dijo entre risas—. ¿Qué te ha pasado? ¿Te atacó una horda de fresas vengativas?
Bastian apretó los labios.
—Nada de lo que digas me hará sentir peor de lo que ya me siento —gruñó.
—Yo no estaría tan seguro —intervino Aldo, inclinándose hacia la cámara con diversión—. Puede que Luca tenga algo interesante que decirte.
Bastian frunció el ceño. Luca recuperó la compostura, aunque aún se notaban rastros de diversión en sus ojos.
—Vi a Alondra—. El aire en la habitación pareció cambiar ligeramente.
—¿Dónde? —preguntó Bastian, intentando que su voz sonara despreocupada.
—En el viñedo de mis tíos, en la Toscana hace como mes y medio en la fiesta de bienvenida de Apolo, celebración que luego se convirtió en anuncio de su compromiso. Ella paseaba por los campos como si nada, fui a saludarla—respondió Luca, encogiéndose de hombros —Como siempre, ignoró mi existencia—.
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Editado: 03.05.2025