Aire

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No recordaba haber deseado nunca ser madre, ni casarme, ni ser la princesa de un cuento de hadas. De pequeña, disfrutaba construyendo cabañas con Jonás, trampas para monstruos en el bosque o jugando en el río a las barcas con latas vacías. ¿Qué se esperaba de una niña común en Venon? Lo mismo que en cualquier otra parte, suponía. Aunque no fui consciente de que no cumplía con el estándar hasta bien entrada la adolescencia.

Marcia tenía una manera un tanto pasivo-agresiva de hacerme encajar en el molde. Me llenaba las estanterías de muñecas con faldones vaporosos, y el armario, de prendas rosa empolvado. «Deberías enseñar más esas piernas con lo bonitas que son», me asesoraba sin remilgos mientras yo me abrochaba la gran barca azul y apretaba los cordones de mis zapatillas deportivas, preparada para escaparme al bosque con Jonás.

Es difícil permanecer inalterable cuando los demás esperan determinadas actitudes en ti. Es casi imposible conservar la pureza de tu esencia cuando ni siquiera tú sabes quién eres. Pasan los años y te transformas de niña a mujer, con la sospecha de que quizá no luchaste lo suficiente por mantenerte íntegra. De que, probablemente, te perdiste entre etiquetas y prejuicios.

Me encontraba en el corazón de Rumanía, a los pies de un castillo de piedra, con mi pelirroja cabellera recogida en una corona de trenzas y embarazada de mi amado, mientras este se hallaba lejos aguardando una guerra.

Probablemente, por todo eso, apretaba con la mano derecha la empuñadura del talwar, y con la izquierda, mi cadera, a la espera de la finta de Jonás. Le guiñé un ojo de puro regocijo. Mientras acometía con su Zweihänder en el entrenamiento de casi cada tarde, él no se imaginaba lo bien que me sentaba aquello. Lo jubilosa que se sentía mi esencia expresándose en libertad. Si tenía que ser la princesa de aquel castillo, lo sería a mi manera o no lo sería, y si tenía que tener un príncipe..., mejor que fueran dos.

Jonás no me trataba con delicadeza, y eso me encantaba. No es que renegara de mi estado de buena esperanza. Deseaba la vida que se gestaba en mi interior, aunque, de vez en cuando, prefería fingir que mi futuro aún no estaba escrito. Hay algo en el embarazo de una mujer que te conserva en formol. Como si ese tiempo no contara. Como si durante esos nueve meses no estuvieras viva ni muerta. Empuñar el talwar en los entrenamientos con Jonás mientras la luz de la hija de Feyrian crecía en mis entrañas me hacía sentir que aún tenía espacio de maniobra, que, por muy sentenciado que estuviera mi destino, todavía era capaz de hacer limonada con los limones que me regalaba la vida.

—Hoy estás un poco distraída —me soltó Jonás entre resuellos mientras aterrizaba con las piernas flexionadas y una mano en la tierra. La Zweihänder apuntaba al cielo nublado en una postura épica.

—Cada vez soy más consciente de que esto es real —le contesté, acariciándome la barriga imperceptiblemente abultada. Me senté en el suelo, sin importar que la punta del talwar rozara la gravilla.

—La mayoría de las veces ni me acuerdo de que estás embarazada —me confesó. Avanzó los metros que nos separaban y con su espada elevó la punta de mi sable para alejarlo del suelo—. Deberías cuidar un poco más tu arma —me reprendió mientras se atusaba el tupé.

Volvía a empuñar mi talwar, el que conservaba la hoja intacta y sin adulterar. Su gemelo, el que Venon había modificado con el fragmento de la Roca, se encontraba en la isla, a recaudo de Feyrian. Jonás seguía fingiendo que las espadas infinitas eran delicadas como orquídeas, y yo prefería no llevarle la contraria.

Apoyé la hoja sobre mis rodillas y le dediqué una socarrona elevación de ceja.

—¿Mejor?

Sonrió, aunque pareció un espejismo, porque al instante se le ensombreció el rictus.

—Estás bien, ¿verdad? —me preguntó muy serio—. Como no se te nota nada... —añadió, y señaló mi estómago con la barbilla. Jonás prefería no usar la palabra embarazo ni sus derivadas—. Ya te queda poco. Si en algún momento quieres que lo dejemos...

—¿Que dejemos el qué? —lo interrumpí asustada. Esperaba que no se refiriera a lo que fuera que había entre nosotros.

Jonás se quedó en silencio. Me observaba altivo y muy digno mientras torcía la comisura de los labios.

—Que dejemos de entrenar... —me contestó, marcando cada sílaba y con las cejas elevadas—. ¿Qué te pensabas? —Le sonreí sin apartar mi mirada de la suya. No iba a esconder mis sentimientos a aquellas alturas. Sin embargo, tampoco hacía falta exponerlos a plena luz del día, por lo que escogí el silencio como respuesta—. ¿Te encuentras bien? —insistió, serio de nuevo.

—Como siempre —me sinceré—. La mayor parte del tiempo no siento nada diferente. Debo concentrarme si quiero percibir algo dentro de mí.

—Eso debe ser porque... —Jonás se interrumpió y se sumió en un incómodo silencio. Comencé a impacientarme. Estaba a punto de darle un puntapié para que arrancara cuando soltó—: A lo mejor tendrá más de infinita que de humana.

Probablemente. Nadie tenía la menor sospecha de cómo sería, ni siquiera la Primera. O si la tenía, había preferido no compartirla.

—Yo soy humana —le contesté en voz alta lo que tantas veces me había dicho a mí misma cuando, en mis cavilaciones, me asaltaban las mismas dudas—. No creo que sea físicamente posible gestar y dar a luz a un ser inmortal.

—Eres medio infinita.

—En realidad, tengo muy poco de infinita. —Aparté esa idea con un manotazo al aire, como si se tratara de una molesta mosca—. Venon es mi bisabuelo.

—Aun así —insistió—, existe la posibilidad. Si ella fuera humana al cien por cien, ocuparía espacio.

No podía negar que Jonás tenía algo de razón. Debía estar de unos ocho meses y mi abdomen apenas lucía abultado. En general, me encontraba más voluptuosa que de costumbre. Mi cuerpo era una escultura viviente de la fertilidad, todo curvas, aunque sin rastro del típico abdomen de embarazada.




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