Aire

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Siento un peso sobre mis hombros. Una carga que jamás me había acompañado hasta ahora. Camino con el sol a mi espalda, abrasando mi piel y el bulto que porto. Me seco el sudor de la frente y oteo el horizonte en busca de algo. No sé tras los pasos de qué ando. No sé cuánto tiempo llevo errando. Tan solo que es justo esto lo que debo hacer. Mis pies me llevan por un paraje estéril de arena blanca que, de tanto en cuanto, se eleva en volutas y me ciega los ojos.

Después de horas, quizá días, logro divisar formas oscuras en la línea que separa tierra y cielo. Acelero el paso. Debe ser eso lo que estoy buscando. Conforme me acerco, los contornos se dibujan, el perfil adquiere significado. Diviso la Roca, magnífica y resplandeciente, en el centro de una comitiva reunida en círculo. Algunas caras se giran al oír mis pasos. Reconozco los rostros que sonríen al vernos. Me acerco a la Roca y sé exactamente lo que debo hacer. Lo que he venido a hacer tras esta interminable travesía. Bajo el fardo de mis hombros y se lo entrego a Anscar. La bebé se mueve inquieta bajo la muselina que la envuelve, pero el infinito la sostiene con firmeza. Frida no llora. Ella también sabe que era a esto a lo que veníamos.

 

 

Me desperté de un sobresalto. Me incorporé entre sollozos y agarré mi estómago con ambas manos. El dosel de mi cama, las cortinas granates con bordados de hilo dorado y el bodegón colgado en la pared de enfrente me recordaron que tan solo había sido un sueño, que me encontraba en un castillo, muy lejos de Anscar y de la Roca, y que Frida seguía dentro de mí.

Si para algo había servido aquella pesadilla, aparte de para horrorizarme, había sido para conocer el nombre de mi hija. Quizá me lo habría comunicado ella de alguna forma. Compartíamos cuerpo, y este estaba anegado de magia. Estaba convencida de que ella era capaz de algo así, porque, desde luego, en aquel estado de vigilia, lo único que me había parecido real del sueño era su nombre. Frida.

Me moría de ganas de decírselo a Feyrian.

Solté un suspiro. ¿Cuántos días hacía que no me visitaba? ¿Tres o cuatro? Había llegado a acostumbrarme a no tenerlo cerca y a regular mis emociones para que no variaran de un extremo al otro según el infinito se encontrara o no conmigo. Pocos asuntos me alteraban. Sumida en aquella apatía diaria y con el corazón aún acelerado por la pesadilla, los sueños parecían la realidad, y la vigilia, un sueño.

—Ada.

Mi nombre pronunciado con suma ternura tampoco me sobresaltó. Había llegado al alfeizar de la ventana y contemplaba las copas de los abetos, cuando Feyrian me llamó a mi espalda. Me giré y le devolví la sonrisa que se dibujaba en sus labios. Redujo la distancia que nos separaba en una zancada y me abrazó con profundidad, sin fuerza pero firme, dejando un imperceptible hueco entre ambos estómagos, como se había acostumbrado a hacer desde que volvió a la vida.

—¿Sucede algo? —me preguntó al verme la cara—. ¿Estáis bien las dos?

Asentí, forzando una sonrisa más.

—Estoy cansada, solo eso. Acabo de despertarme.

—¿Por qué no te acuestas otra vez? —Se sentó en la cama en un abrir y cerrar de ojos—. Apoya la cabeza en mi regazo. Me quedo contigo mientras duermes.

Aunque su sugerencia me pareció de lo más tentadora, la decliné de inmediato.

—Prefiero ser consciente de tu presencia, si no te importa. Te echo de menos, no quiero perderme ni un minuto junto a ti.

No hubo romanticismo en mis palabras. Simplemente constataba la verdad y se la expuse sin tapujos. Aun así, Feyrian me miró a los ojos con intensidad.

—Últimamente no estoy siendo el mejor de los compañeros —se disculpó, sin apartar su mirada abrasadora de la mía.

—Entiendo que estés ocupado. Hay asuntos más importantes que nuestra relación. No tienes que darme ninguna explicación.

—Me encantaría que pudieras estar en la isla conmigo —arguyó—. Pero es mejor así.

Feyrian seguía empeñado en protegerme a su manera. La isla había dejado de ser el lugar más seguro del planeta desde que la Organización localizó sus coordenadas exactas. Por lo que, de momento, no permitiría mi vuelta. Era libre de ir adonde quisiera, a cualquier lugar de la Tierra, menos al hogar de los infinitos, puesto que yo no conocía su localización, y aquel requisito era imprescindible para teletransportarme hasta ella.

Derrotada, bufé.

Aquella mañana no intentaría convencer a Feyrian de que el embarazo no convertía a las mujeres en seres frágiles. La pesadilla me había dejado algo inquieta. Incluso escondidas en la fortaleza rumana, parecía que el peligro podía alcanzar a Frida, aunque solo fuera en forma de sueño.

—Tengo algo que contarte —le solté de repente, cambiando de tema. Me senté a su lado sin poder reprimir el entusiasmo que me brotó de pronto—. Ya sé el nombre de nuestra hija.

Feyrian pestañeó un par de veces, algo sorprendido.

—¿Te lo ha dicho ella? —me preguntó muy serio.

Aquello confirmó mis sospechas. Seguramente, ella había elegido su propio nombre.

—No soy consciente de que me lo haya dicho. He soñado con ella y su nombre ha aparecido sin más.

El infinito sonrió de medio lado. Alargó una mano hacia mi estómago y colocó su palma en él. Cerró los ojos y no pude evitar fijarme en la forma en la que cimbraron sus pestañas, como las alas de una mariposa oscura. Se concentró unos segundos y entonces percibí un calor intenso a la altura de mi ombligo y una vibración interior.




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