Aislados

C3: Selección

DYLAN

Me resbalé, cayendo al suelo con todo y el costal de maíz. Solo escuché cuando todo cayó al suelo, regándose por todas partes. Maldije por lo bajo, incorporándome de inmediato, antes de que mi padre saliera y vea el desastre. Me puse de cuclillas para recoger el maíz regado.

—¿Qué paso? —preguntó mi padre, parado justo detrás de mí.

Me puse de pie con un salto.

—Me he resbalado —dije con pena.

Él bufó con fuerza, suspirando para ayudarme a recogerlo. No estaba ebrio, y eso lo agradecía, si no, seguro recibiría una paliza.

—Parece que no entiendes la importancia de esto —comenzó—, si lo ven sucio, me lo regresaran, y no comeremos en semanas ¿entiendes?

Dio un golpe de palma detrás de mi cabeza. Me puse rígido para que no doliese tanto. Y segundos después me empujo.

—Muévete —señaló los que se habían resbalado.

Despabilé de prisa, tomándolos para soplarles y meterlos de nuevo al costal. Mi madre estaba enferma, su medicina nos costaba cinco costales, pero me salía difícil; mi padre a veces los cambiaba por alcohol. Necesitaba buscar la forma de conseguir de todas formas.

Prefería no comer en una semana entera, con tal de poder calmar los dolores de mi madre. Preferiría morir, solo por mantenerla a salvo.

El sudor escurría por mi espalda, el sol me lastimaba la visión y tenía sed.

—Ve a entregarlos —Me dijo, tendiéndome las llaves de su camioneta vieja—, y solo que falte una moneda, te arranco los dientes con las pinzas —Me señaló en advertencia.

Di un respingo, corriendo para entrar a la carcacha; él me miró mientras me alejaba, yo pude respirar mejor cuando sentí el aire fresco chocar en mi rostro.

Mañana era la selección, anhelaba oír mi nombre por la radio. Pasaría el programa, me llevaría a mi madre, y ella podría tener acceso a un hospital de calidad. Medicinas buenas, una cura para sus problemas, que vuelva a ser ella.

El tramo no era tan largo. Aparqué cerca de la tienda, los hombres me vieron de lejos y levantaron el rostro.

—Maíz —comenté en alto.

Uno de ellos me detuvo, tocando mi pecho con fuerza.

—Lo revisaran —Me indicó.

Asentí, más nervioso que nunca. Vi a dos ir detrás, subiendo al hueco de la camioneta. Pasé duro, mirando al hombre gordo y feo que tenía enfrente. Olía a sudor, y podría escuchar su respirar con mucha necesidad.

—¡Todo bien, señor! —gritó uno por la parte detrás.

Y solté el aire con alivio. El hombre gordo me hizo una señal para poder meterlos a su bodega.

Esta vez pude formar seis, los puse en filas para que no se cayeran. Todos me miraban mientras lo hacía; hombres peligrosos, ni siquiera cruzaba la mirada con ellos, buscaban el mínimo contacto para poder golpear a alguien. O matarlo.

—Toma —Me lanzó una bolsa que apenas pude atrapar—, para la otra semana, quiero siete.

Asentí, agradeciendo y saliendo casi corriendo del sitio. Apreté la bolsa contra mi pecho, subiendo a la camioneta para correr a la farmacia. Una de las calles principales estaba abarrotada de tiendas pequeñas, de gente mayor y muy humilde; en su mayoría abarrotes de media calidad, algunas de fruta y la farmacia, la única de la zona.

—¡Dylan! —saludó el anciano de la farmacia; caminando lentamente para estrecharme la mano.

Le sonreí con ánimos. Era mi único amigo, si vemos de ese modo.

—Lo mismo de siempre, Berto —señalé, haciendo que asintiera.

Tomé asiento en una butaca que tenía para él mismo; pero estaba haciendo demasiado calor. Me sentía muy cansado.

—Ahora los seleccionados —escuché por la radio y me levanté de prisa, subiendo el volumen.

—¿No era mañana? —preguntó Berto, pero lo ignoré para apreciar los nombres.

—Maya Toderl, Tobías John, Jai May, Jennifer Mom, Zoe Lost —El hijo del acalde y la hija del jefe, que injusto—, Natalia Mendez, Dylan Goor...

Grité, dando un salto de alegría. Berto se sobresaltó, y corrí abrazarlo. Dando vueltas con el anciano, de pura felicidad.

—Soy yo —bufé, cuando me miró en incógnita—, ¡Soy yo!

—Que felicidad, uno de nuestro barrio después de tanto tiempo —Me estrechó con más fuerza—, llévale las medicinas a tu madre, van de cortesía, muchacho, llévala a un mejor lugar.

Al principio lo tomé con mucha felicidad, bastante, quería gritarlo de esquina en esquina; pero conforme más lo analizaba, y más se metía en mi cabeza. Me terminó derrumbando.

Mi madre dependía de mí, el programa duraba seis meses. ¿Qué haría tanto tiempo sin mí? ¿Mi padre se haría cargo de mantenerla a salvo?

Cuando crucé el umbral, no tenía la sonrisa plasmada. Todo se me vino abajo. No tenía la fuerza para sentirme festivo.

—Dylan —llamó mi madre desde la cama, y fui de prisa.

Las bolsas negras bajo sus ojos representaban la agonía de las noches en vela, tratando de soportar el dolor de su cuerpo. Su piel estaba rígida, seca y sin presencia de normalidad. Y su cabello ya casi estaba inexistente.

—Mamá —dije, parándome justo a su lado, colocando la bolsa de medicinas sobre la madera a un lado de su cama—, he podido traerte todo.

Ella sonrió, con los labios pálidos y su cabello alborotado. Apenas pudiendo soportar el peso de su propia mano para tomar mi mejilla.

—He oído tu nombre en la radio —Sus ojos se llenaron de lágrimas—, ya era hora que te hayan elegido —murmuró, abriendo los brazos para guardarme entre ellos.

—Mamá, pero si me voy, quien...

Chistó, acariciando mi cabello con sus flacuchas manos.

—Enfócate en el programa, Dylan, estaremos bien —Me calmó.

—Te elegiré a ti mamá, no quiero que él venga con nosotros —Le aclaré de inmediato, ella me besó la cabeza.

—Es tu decisión —añadió—, no importa si lo llevas a él, o a mí. Lo importante es que tú podrás tener una mejor vida.

Esa misma tarde volví a la farmacia, dejando la bolsa de dinero a cuenta. El tratamiento de mi madre por un mes, y Berto, me dijo que él mismo enviaría a su hijo para dárselo. Y pudiendo administrarlo a la mitad, podría durar tres meses.




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