Al calor de la pasión

PROLOGO

James Vernon, segundo hijo del conde de Northampton, tuvo que enfrentar dificultades desde su nacimiento. El día que llegó al mundo, su padre, Spencer William Vernon, lo maldijo una y otra vez en tanto la comadrona lo sostenía en sus brazos mientras lloraba a todo pulmón.

—¡Quítalo de mi vista! —gritó fuera de control, irrumpiendo la alcoba de la condesa que se encontraba desfallecida.

—Pero, milord...

—¡Qué lo mantengas lejos de mí, he dicho! —Vociferó de nuevo, hincándose a un lado del lecho donde su esposa yacía inconsciente por haberse desangrado durante el parto—. Corine... mi Corine... —sollozó el conde, acariciando las pálidas mejillas de su mujer.

Los expresivos ojos verdes de la condesa se manifestaron despacio y le regaló una última sonrisa a su esposo.

—Cuídalo... —susurró apenas, cerrando para siempre sus párpados.

—¡Corine! ¡Corine! —Zarandeó su cuerpo—. ¡Despierta! —Le ordenó una y otra vez, pero la mujer no le obedeció. Había muerto.

Nadie osó ese día a hablarle o acercarse a él. Al día siguiente, solo el clérigo, consiguió que el conde se apartara del cuerpo sin vida de su amada.

—Milord —pronunció el clérigo—, debe hacerse de valor y afrontar la realidad; su hijo necesita un nombre.

—Ese niño... —masculló el conde—. Ese niño es un maldito que le arrebató la vida a mi preciosa Corine —expresó con resentimiento—. No quiero verlo en mi vida. ¡Manténganlo alejado de mí, o juro que lo mataré con mis propias manos!

El conde salió con prisa de la alcoba y fue a por su hijo mayor. Lo condujo a rastras hasta los aposentos de la condesa, lugar en que se encontraban el párroco y la niñera sosteniendo al bebé recién nacido que no paraba de llorar.

—¡Mira con atención, William! —Situó al pequeño de seis años delante del lecho—. Tu madre ha muerto por culpa de ese niño —señaló al bebé que era sostenido por la niñera—. Ese crío está maldito. No es tu hermano y reniego de él como mi hijo. Así que te prohíbo que lo veas como tal.

 Volvió a tomar del brazo al pequeño y lo sacó del dormitorio, ordenando que prepararan el equipaje de ambos y un carruaje para marcharse a Londres.

Esa misma tarde, el conde y su hijo mayor abandonaron Hope Manor de Northamptonshire, dejando al recién nacido a su suerte.

El clérigo se compadeció de aquel inocente y de inmediato envió un mensajero a Durham, para que le dieran las buenas y malas noticias a la hermana de la difunta Corine, a quien debieron sepultar en los jardines de la casa de campo ese día.

Lady Emily Wright, marquesa de Durham, desconsolada por la tragedia y conmovida por el pequeño, le puso de nombre James Connor Vernon. El párroco lo bautizó de aquel modo antes de que partieran a Durham con la nodriza y niñera del bebé, donde creció fuerte bajo las alas de su primo John, heredero del marquesado de Durham.

Los años pasaron y James se convencía cada vez más de que su padre nunca le perdonaría por la desafortunada muerte de la condesa en el parto. Que fuera idéntico a su madre, con el pelo azabache y los ojos verdes como la esmeralda más pura, no ayudaba demasiado para que el conde deseara sostenerle la mirada más de un minuto. Su hermano tampoco lo reconocía como tal, por lo que se resignó con que no tenía más familia que su tía, Emily y su primo John, quien a la edad de dieciséis años recibió el título de marqués con la prematura muerte de su padre, lord John Cristopher Wright I.

No pasó mucho tiempo para que el nuevo marqués se instalara en Londres y conociera a una bella jovencita, lady Katherine Abbey, con quien en poco tiempo se desposó. Instalado en la capital para ocuparse de sus negocios, hizo que James participara arduamente en ellos tras regresar de Eton, con la intención de que ganara experiencia para establecerse como administrador de sus tierras. Y él se había conformado con aquel arreglo, hasta que conoció a una deslumbrante jovencita, en uno de los tantos bailes a los que su mejor amigo, Edward Lascelles, el joven conde de Harewood, lo había arrastrado.

Impresionado como nunca lo había estado con la belleza de una dama, se había acercado con seguridad a apuntar su nombre en su carné de baile, siendo el principio de un inocente y tácito cortejo. El pelo rubio y los ojos azules de la muchacha le abrumaron tanto, que se vio hechizado sin remedio.

A la señorita Meredith Staunton parecía encantarle su compañía, ya que no dudaba en concederle una pieza en todos los bailes a los que asistió en su primera temporada, aunque éste no tuviera un título ni la esperanza de heredarlo para ser el candidato ideal que sus padres soñaban para la dama.

«¡No debe ser menos que un conde!».

Fueron las palabras de advertencia que la señora Staunton había proferido a su hija frente a James, cuando ya era evidente la atracción que ambos sentían el uno por el otro. Sin embargo, Meredith había hecho caso omiso a las exhortaciones de su madre y continuó aceptando sus atenciones en cada acontecimiento social.

«Pediré tu mano», le prometió James, después de que en todos los eventos se los hubiera visto juntos y las habladurías no tardaron en volar por toda la ciudad.

El marqués de Durham acompañó a su primo a pedir la mano de Meredith, pero el señor Staunton rechazó la oferta, alegando que un donnadie como el señor Vernon no podría ofrecerle a su hija la vida a la que estaba acostumbrada.




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