Al calor de la pasión

CAPITULO 1

Londres, 1818

Meredith subió furiosa a su habitación luego del completo fracaso que resultó la reunión que mantuvo en el despacho con su padre. El señor Alfie Staunton la había hecho arreglarse meticulosamente para conocer a su futuro esposo que, según él, era un caballero bien parecido y decente. Sin embargo, cuando Meredith entró al lugar donde se entrevistarían, se llevó una gran sorpresa: su futuro esposo, si no le doblaba la edad, le triplicaba y, bajo ningún motivo, después de haber rechazado a tantos caballeros de posición menos opulenta; pero al menos bien parecidos, aceptaría contraer matrimonio con semejante anciano.

Cuando apenas ingresó a su alcoba, su madre apareció cerrando la puerta con llave para que la doncella de Meredith no las oyera ni interrumpiera.

—No puedes seguir rechazando a todos los caballeros que te pretenden, Meredith. Tienes veintiún años y si no aceptas alguna propuesta en esta temporada, tendrás que conformarte con lo peor de la sociedad —advirtió con dureza la señora Elizabeth Staunton, caminando hasta su hija para ayudarla a desprender el vestido de muselina aguamarina que se había puesto para la ocasión.

—Prefiero quedarme sola, madre, antes que aceptar ser la esposa de alguien que podría ser mi padre —respondió con seguridad, a la vez que deslizaba las mangas del vestido por sus brazos y quedaba en sus interiores.

—Nunca aceptarás a nadie, ¿cierto? —increpó su madre, viendo el reflejo del rostro de Meredith en el espejo del tocador que estaba delante de ellas—. ¡Entiende que se marchó! —Le recordó con dureza—. Si no ha regresado en estos tres años, es porque no le importas y tampoco piensa volver a la ciudad. Debes seguir con tu vida, hija. Los años pasan y si no te decides por uno de tus pretendientes, te quedarás sola.

Ella tragó con dificultad al rememorar aquella fatídica noche en el puerto, cuando había llegado con sus pocas pertenencias, pero el hombre con el que pretendía huir, la había abandonado.

—No voy a casarme con un anciano —suspiró la joven, que respondió apenas esta vez—. Prefiero la soledad eterna.

—Entonces no nos quedará más remedio que vivir en la más absoluta de las miserias, Meredith. —La voz de la señora Elizabeth se quebró.

Ella se volteó, confundida, para observarla.

—¿Qué significa eso, madre?

—Significa que estamos en la ruina —replicó, caminando hasta el lecho para tomar asiento en el borde.

—¡Eso es imposible! Mi padre siempre ha sido muy cuidadoso con sus negocios, con el dinero.

—Todo comenzó hace tres años, Meredith. La fábrica textil atravesaba un mal período y tu padre solicitó préstamos a varios acreedores. Tuvo que entregar, a modo de garantía, las escrituras de la fábrica y la casa. Lamentablemente, las cosas no mejoraron como habíamos pensado, pero teníamos la esperanza de que con un buen matrimonio todo se resolviese. Sin embargo, te has dedicado a espantar a todos los jóvenes que te han pretendido. Las deudas aumentaron, tu dote desapareció y la única opción que nos queda es que te cases con el viejo conde de Cork.

Meredith negó con vehemencia, cayendo de repente en el taburete de su tocador. Cerró ambas manos en puño, así como sus párpados y pensó que todo era culpa de aquel hombre. Si no la hubiera enamorado para luego abandonarla, hace tiempo se habría casado con otro caballero y su familia estaría a salvo de la ruina.

—Debe existir otro modo, madre. No puedo casarme con ese hombre… —expresó con angustia, rogando en su interior para que su madre la apoyara y no permitiera aquella unión que le resultaba repugnante.

—Lo lamento, cariño, pero no tenemos otra alternativa.

—¡Pero es irlandés! —Gritó, olvidando sus modales—. Si me caso con él, deberé marcharme, estaré lejos de usted, de mi padre, de Deborah… —explicó, haciendo alusión a su mejor amiga, prima y confidente.

—Entonces, es mejor que vayas despidiéndote de todos los lujos a los que estás acostumbrada, Meredith Staunton. —La señora Elizabeth se puso de pie, secó sus lágrimas e intentó componer aquel semblante habitual que demostraba para aparentar que todo estaba bien.

Dio vuelta la llave de la puerta, tomó la aldaba para abrirla y salir de la alcoba de su única hija. Sin embargo, volvió a detenerse, y sin mirar a Meredith, profirió lo siguiente:

—Espero que estés satisfecha con tu egoísmo, viendo como tu pobre madre se convierte en el hazmerreír de todo Londres.

Elizabeth salió con premura, sin darle tiempo a su hija a que replicara sus palabras.

Meredith suspiró y se miró con desilusión en el espejo. Sus ojos azules estaban brillantes por las lágrimas acumuladas. Contempló su semblante por unos instantes, pensando que su rostro de facciones perfectas, su piel aterciopelada y sus cabellos dorados, solo le estaban valiendo para ser considerada una mercancía que aseguraría una transacción más de su padre y le causaba repulsión pensar en sí misma como algo negociable.

Negándose a sentir culpa por no aceptar venderse a ese viejo conde, tocó la campana para llamar a su doncella y que la ayudara a vestirse otra vez. Necesitaba ir al encuentro de Deborah y desahogar con ella todo lo que creía permitido revelarle.




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