Ella se levantó para abandonar la bañera, mas James la arrojó de vuelta al agua, haciéndola caer sobre sus piernas. Meredith sintió la dureza de su esposo y abrió los ojos, escandalizada, moviéndose por encima de él para intentar apartarse.
—¡Quieta! —bramó él, colocándola de espaldas contra su tórax y enrollando sus piernas con las suyas. Sus palmas presionaron el estómago de Meredith contra sí—. ¿Crees que, si te mueves de este modo sobre mí, se me pasará eso que estás sintiendo en tus nalgas? —Bromeó a su oído con la voz ronca, haciendo alusión a su indefectible erección—. Lo estás complicando todo… —susurró succionando el lóbulo de su oreja—. Será peor si te resistes, aunque estoy seguro de que lo disfrutarás igual que yo… —murmuró, descendiendo una mano por debajo de su ombligo.
Ella gimió y él sonrió satisfecho mientras palpaba el sexo húmedo de Meredith, despacio, con la intención de estimularla y prepararla para recibirlo.
—Piensa… piensa tomarme en contra de mi voluntad… —murmuró apenas, con la voz entrecortada y extasiada por el evidente placer que estaba experimentando.
—Olvida todo, Meredith, al menos de momento, y solo disfruta conmigo —dijo él a su oído.
Aunque Meredith intentó una vez más escapar de su agarre, fue su propio deseo quien la había atado a los fuertes brazos de su esposo.
James la seguía acariciando con delicadeza, controlando sus impulsos y desespero, hurgando entre los pliegues de su sexo y jugando con las sensaciones que le provocaba a la mujer que se contorsionaba como una serpiente encima de él. Con su otra mano estimuló sus pechos, apretándolos a medida que ella temblaba por el anticipo del apogeo que la estaba asaltando. Cuando la sintió estremecerse entre sus brazos, emitiendo un hondo jadeo, rezó para poder contenerse. La sangre que latía por su cuerpo amenazaba con abrumarlo, por lo que se apartó de ella y la tomó entre sus brazos, incorporándose del agua, con ella a cuestas, para ir a la cama que los llamaba a gritos. La besó, mientras daba zancadas, acortando la distancia entre ellos y el lecho, antes de que Meredith decidiera volver a protestar por una u otra razón. La bajó despacio en el suelo, intentando no soltarla del todo por la lasitud a la que estaba sumida. Con una mano tomó el paño que había sobre la cama para secarla y luego hizo lo propio con su piel.
Las mejillas de su esposa estaban sonrojadas y seguía manteniendo los párpados cerrados. Sus labios húmedos, entreabiertos, exhalando pequeños jadeos… Lo estaba volviendo loco. Ella volvió a humedecerse la boca con la lengua, quizá expectante, pero los ojos de James pasaron por alto esos labios por muy apetecibles y tentadores que fueran porque ya tenía un objetivo en mente.
Obnubilado, bajó la cabeza hasta el valle de sus pechos, degustando su piel con la punta de la lengua a la vez que sus palmas presionaban sus nalgas. El quejido embriagador que emitió Meredith, lo hizo cargarla de nuevo para depositarla en la cama y poder aplacar aquellas ansias que tenía de recorrer cada curvatura de su delicada anatomía. Entonces, su mente se nubló al apreciarla extendida sobre el lecho, con sus cabellos dorados y ondulados, esparcidos sobre la almohada de un modo tan tentador como el pecado original.
Ella era, en aquel momento, la mujer más hermosa que había visto nunca. La más apetecible y tenía unos labios… nunca había visto una boca tan perfecta; le parecía única.
¿Qué diantres estaba haciendo? se preguntó Meredith cuando su espalda tocó el colchón, pero de inmediato rechazó aquella pregunta porque había soñado con ese momento... Con él. Cuando por fin se decidió a abrir sus párpados, no le importó condenarse a sí misma al afirmar que le parecía el hombre más fastuoso a pesar de no comprenderlo. Su rostro era austero, con rasgos que descollaban en lo clásico. Era hermoso, pero impregnado de masculinidad. Tal y como lo había imaginado en sus sueños, tenía hombros y torso amplios, abdomen firme y con músculos que se contraían en movimiento. Su piel, ligeramente dorada al resplandor del fuego, olía a madera… a limpio… a hombre.
Tembló cuando aquella mirada ardiente le recorrió todo el cuerpo. El matiz que desprendía sus ojos le pareció el color más precioso que había visto jamás: ojos verdes, tan sensuales como lo habían sido siempre los de un felino, cautelosos y preservados tras sus tupidas pestañas negras.
El indefectible dueño de su vida, bajó de nuevo la cabeza hasta su cuello para besarla e inspiró su aroma. Estaba poseída por aquella fragancia tan varonil que desprendía su piel. Su carne comenzó a arder con el roce de su tacto que parecía seda ardiente. Sus labios la quemaban a medida que la recorría con besos firmes y húmedos. La boca de él se detuvo por un instante en su ombligo y ella inspiró con brusquedad por el intrínseco juego de su lengua que descendía despacio hacia su sexo. Entonces, todo se nubló en su mente y algo en ella se quebró. La desesperación la hizo su presa y de un modo inevitable, hundió los dedos en los cabellos de James.
Cerró sus párpados y su lengua comenzó a pronunciar palabras incoherentes, entre sonidos, gemidos y susurros. No podía dejar de arquear la espalda, mientras James la mortificaba, degustaba y acariciaba. Tuvo que respirar profundo, una y otra vez, para no gritar como deseaba. Sus sentidos estaban colmados, la sangre corría por sus venas a un ritmo intermitente; todo su ser estaba centrado en lo que estaba sintiendo. Sabía que se estaba desmoronando y que llegaba a un límite, cuando sintió de pronto que había estallado en mil pedazos.