Para James, la imagen que le regalaba su esposa, recreaba una aparición fabulosa, con sus cabellos brillantes a la luz tenue de la habitación, esparcidos por sus hombros en su forma natural. Sin embargo, lo que había acaparado toda su atención fue la sinuosa prenda que vestía… Si se le podía llamar de aquel modo a lo que llevaba puesto.
No pudo apartar la vista de su piel de alabastro sobre su escote, pero los pezones rosados y puntiagudos bajo aquella tela blanca y transparente que dejaba poco a la imaginación, le habían hecho sentir una punzada dolorosa en su entrepierna. ¿Pero qué demonios llevaba puesto? ¿Acaso era la nueva moda entre las recién casadas? Si ese fuera el caso y ella lo estaba usando, quería decir que nunca tuvo objeciones sobre compartir su cama con él.
Entrecerró sus ojos y tomó aire para poder hablar sin que se notara que lo estaba perturbando.
—¿Estás… lista? —inquirió James, con los brazos a los costados y las manos apretadas en puños.
Las mejillas de ella estaban teñidas de un ligero carmesí por la vergüenza que sentía con ese camisón.
—Sí… —respondió. Se abrazó a sí misma, aunque no hacía frío en la alcoba.
—¿Tienes frío? —Preguntó él, al percatarse de aquella acción, mas ella guardó silencio—. Si tienes hambre y quieres descansar, lo mejor será que te cubramos... —dijo por lo bajo, con la voz ronca y se volvió hacia su dormitorio.
En cuestión de segundos regresó con una manta y se la puso a los hombros. Ella lo vio incrédula mientras tomaba los pliegues de la tela y cubría sus pechos.
—¿Qué sucede? —cuestionó en tono rígido al notar el escrutinio de ella.
—No logro comprender... —espetó confundida.
Él entendió de inmediato que se refería a sus actitudes contradictorias, pero estaba agotado y de mal humor como para iniciar una discusión. Además, ni él mismo se comprendía y se sentía cansado por cargar tanto dolor y resentimiento en sus hombros. Quería, al menos por un momento, olvidar que la mujer que tenía delante de él, provocativa sin siquiera saberlo, lo había defraudado como nunca nadie lo había hecho.
—Estoy exhausto, Meredith. Solo quiero cenar en paz y echarme a dormir. ¿Tienes alguna objeción al respecto? —ahondó para marcharse del dormitorio, de acuerdo a su respuesta.
—Ninguna, milord —espetó ella.
—Tutéame —ordenó—. Después de todo, ya somos esposos y suena a obligación cuando escucho a tus labios llamarme de ese modo. Me desagrada... —musitó, por último, dando media vuelta para cruzar la puerta hacia su alcoba y sentarse a cenar. Estaba famélico.
—Toda cuestión que tenga que ver conmigo, te desagrada —refutó ella, tomando asiento frente a él. Cogió la servilleta y se la puso en el regazo.
—¿Quieres que volvamos a discutir? —preguntó hastiado—. Ya estamos casados, no es necesario que sigas actuando conmigo. —Tomó los cubiertos para comenzar a cenar.
—¿Seguir actuando? —cuestionó Meredith con las mejillas rojas, pero esta vez por el enojo. Dejó caer la manta que llevaba y volvió a quedarse solo con el camisón—. Lo único que he hecho es tratar de evitar esta situación, pero me has obligado a estar aquí. Aun así, he puesto todo de mi parte para que esto funcione porque no quiero resignarme a ser una simple esposa florero... No he rechazado a tantos pretendientes para terminar de este modo, precisamente contigo.
—¿Precisamente conmigo? —James arrugó el ceño y tomó su copa de vino, llevándola a los labios para beber un sorbo—. ¿Quieres decir que no esperabas que un hijo segundón, despreciado por su propio padre, pudiera llegar a casarse contigo?
—¡No! —Meredith negó con vehemencia—. No... Nunca te he considerado de ese modo —espetó al borde de las lágrimas—. Me refiero a casarme contigo por los motivos equivocados...
—Los motivos equivocados... —repitió él, fijando los ojos en su bebida, asociando las palabras de su esposa por haberse desposado con él por interés y no por amor.
Él levantó su mirada, buscando los ojos zafiros de la dama. Ambos permanecieron inmóviles por un rato, escrutándose en un intento por leerse el pensamiento. James meditó en silencio las palabras de Meredith y se preguntó si debía agradecer tal franqueza, o maldecir su suerte de que a ella no le diera la más mínima de las penas asumir los motivos reales de su matrimonio.
Parecía ser que, más que deseo, no despertaba ningún otro sentimiento en su esposa y le aturdía solo pensar en todo lo que estaba experimentando. Se sentía dividido por emociones tan contradictorias que, ni siquiera era capaz de sostener con rotundidad que la odiaba o que la quería. Sin embargo, la lujuria lo consumía y estaba seguro, por el destello que lanzaban los ojos azules y oscurecidos de ella, de que le ocurría lo mismo.
Intentó convencerse de que debía ser fuerte, combatir su amargo deseo, rehuir del mal embaucador que brotaba de ella para perseguirlo y tentarlo, pero al mismo tiempo, sabía que nada podría contener la sorprendente palpitación que se concentraba en su entrepierna y crecía poco a poco. ¡Al diablo el pasado! Que lo mortificaran todos los demonios del infierno por el resto de su vida, pero la haría suya de nuevo.
De repente, se puso de pie y rodeó la mesa para acercarse a Meredith, quien lo veía expectante. A la tenue luz de su aposento, esa mujer se veía sensual con aquella prenda y los cabellos dorados cayendo sobre su delicada piel. No pudo evitar ponerse de cuclillas y deslizar sus dedos por la comisura de los senos de la joven. Pensó que, tal vez, ella se pondría de pie para marcharse, pero no demostró ninguna intención por esquivar sus atenciones, y si ella no lo detenía, él mucho menos lo haría porque no era ningún santo.