Al calor de las sábanas

CAPITULO 1

1818

Beaufort se esforzaba en controlar a sus nerviosas yeguas zainas, mientras avanzaban al galope por el fangoso seto que antecedía la entrada a sus tierras y a Paradise Hall, su majestuosa casa de campo en Gloucestershire. Observó el horizonte, a su izquierda, y resopló; pronto llovería de nuevo y si aminoraba el paso, no llegaría hasta el atardecer.

George, el cochero, iba a su lado apretando los dientes con temor. Entrecerraba los ojos y hundía sus uñas en la madera del carruaje que se inclinaba inseguramente cada vez que las ruedas se metían en alguna zanja, mientras que su ayuda de cámara, Jean, los seguía muy de cerca sobre el semental negro de su excelencia.

Muy por el contrario de lo que sus lacayos esperaban, Marc soltó un poco más las bridas y dejó que las yeguas aumentaran la velocidad. Sin embargo, tiró de ellas y detuvo el coche repentinamente cuando un grito rasgó el viento. Entonces, vio a un jinete abrazado a su montura; el caballo gris parecía furioso y galopaba sin tregua en dirección al bosque.

Beaufort tiró las riendas del carruaje al cochero y bajó de un saltó.

—Baja del caballo, Jean —ordenó.

El sirviente hizo de prisa lo que el duque le pidió y en un pestañeo el susodicho ya se encontraba al lomo de su caballo; un robusto semental negro que relinchó cuando su amo tomó la brida, buscando a tientas los estribos. Espoleó con fuerza al equino que pasó del trote al medio galope y finalmente al vuele, saliendo disparado a la captura del caballo gris y su jinete que claramente estaba siendo incapaz de controlarlo.

—¡Corre, Wind! Demuéstrame que tú eres más rápido y salvemos a ese muchacho —le habló a su caballo, inclinando su cuerpo hacia adelante.

El semental que pareció comprender a la perfección lo que se le pedía, aumentó la velocidad y pareció volar.

En cuestión de minutos, Beaufort localizó al caballo y a su diminuto jinete que se aferraba al cuello del animal, aunque su mejor opción era lanzarse al suelo. Sin embargo, al parecer, el muchacho era tan obstinado como la montura que lo estaba llevando sin rumbo alguno.

Cuando Wind vio al veloz caballo de caza gris, percibió el reto y pareció decidido a alcanzarlo. Minutos después, ambas monturas galopaban a la par, con la firme intención de no detenerse ninguno de los dos. El jinete viró la cara hacía su inesperado contrincante y sus ojos, negros como la noche, se encontraron con una mirada de color avellana que frunció el ceño al percatarse de que no se trataba de un simple chico.

—¡Inclínate hacía mí! —gritó el duque con la firme idea de atraparlo antes de que el caballo los llevara a la desgracia.

El chico alargó el brazo con mucha dificultad. Beaufort acercó más a Wind y el muchacho se lanzó hacia él, rodeando su cintura con los brazos, mientras intentaba elevar las piernas para subir a ahorcajadas sobre el animal. Marc se afirmó en su montura para no caer y fue aminorando la marcha, en tanto el jovenzuelo se acomodaba sin dificultad a su espalda.

—Eso estuvo cerca, gracias por salvarme —musitó una voz femenina al oído de Marc que, al oír aquellas palabras se tensó y comprobó sus sospechas de que el jinete era nada más y nada menos una mujer.

Miró las manos unidas en su abdomen y se veían pequeñas a pesar de estar cubiertas por unos guantes de cuero. El olor que desprendía el cuerpo que estaba pegado al suyo, inundó sus fosas nasales e inconscientemente cerró los ojos, disfrutando del exquisito aroma.

—Puede detenerse. Me quedaré aquí hasta atrapar a Rage —pidió con firmeza la muchacha, rompiendo el hechizo al que había sido sometido el hombre.

Marc detuvo su caballo y rápidamente la joven bajó de un salto. Él hizo lo mismo y con la escasa luz que ingresaba entre el follaje, observó sorprendido a la mujer que vestía una camisa de lino por debajo de una pelliza marrón, pantalones de gamuza y unas botas gastadas, llenas de lodo.

«¡¿Una mujer vestida de hombre?!», se preguntó internamente, escandalizado y arrugando la frente. Sin embargo, cuando la dama, si es que podía llamarla así, se despojó de la gorra que llevaba puesta y sacudió su melena azabache que ondeó al son del viento, Marc se quedó pasmado por completo al fijarse en la delicada piel de su rostro; era de un matiz alabastro, salpicado con suaves tonos en rosa pálido en las mejillas y unos ojos negros bajo unas espesas y tupidas pestañas. La mirada del duque recorrió cada rincón de aquella fastuosa cara, cuyo atractivo remataba con unos labios llenos, rojos y húmedos, tan apetecibles que se le secó la garganta, dificultándole el habla.  

La joven tenía un extraño encanto que lo desarmó por dentro, sin darle tregua siquiera a pensar con cabalidad. Se vio sumido a un ardor salvaje que jamás había experimentado, ni siquiera con lady Deborah, cuya mano pensaba pedir en matrimonio cuando regresara a Londres.

—Pues de nuevo, gracias. Adiós —la joven agitó al aire la mano y pasó por su lado.

Beaufort sacudió la cabeza y frunció el ceño, volviendo a la realidad.

—¿Se puede saber qué diablos piensa hacer? —increpó con incredulidad al escuchar lo que la muchacha había dicho.

—Iré a por mí caballo —replicó la joven como si nada y siguió caminando sin voltearse.




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