Al calor de las sábanas

CAPITULO 2

Los lacayos se sorprendieron cuando vieron a su excelencia regresar con una mujer en su montura, y más se asombraron cuando dispuso seguir el camino a Paradise Hall, lo que significaba que llevaría consigo a aquella hermosa dama de ojos salvajes.

Todo Londres estaba al tanto de que el duque cortejaba a la hija del conde de Carlisle, y que lo más probable era que aquel cortejo terminara en matrimonio. Sin embargo, las malas lenguas también aseguraban que la dama en cuestión estaba perdidamente enamorada de otro caballero. Así que, todos los sirvientes de Beaufort House, en la capital, estaban ansiosos por saber si lady Deborah Prescott se convertiría o no en la duquesa.

Marc iba a un trote considerado y se reservó todas las preguntas y opiniones que se había hecho sobre la mujer que tenía pegada a su pecho, torturando a sus sentidos con ese exquisito aroma silvestre. A simple vista le pareció una criatura fascinante con una belleza exótica y un carácter indómito, capaz de sacar de quicio al ser humano más paciente del mundo. Todo un reto que estaba seguro, a ninguno de los caballeros que conocía le importaría desafiar. Cualquier hombre con dos dedos de frente se desharía una pequeña fortuna con tal de mantener como amante a la señorita que además de su belleza, no tenía más nada que ofrecer para convertirse en esposa de algún lord. 

«¡Que afortunado sería el hombre que consiguiera las atenciones de tan magnífica mujer!», pensó en un momento dado. Sin embargo, luego de que ese pensamiento escandaloso se formara en su cabeza, se reprendió a sí mismo, recordándose que él no era ese tipo de caballero, y que jamás se plantearía la posibilidad de tener una amante después de estar casado.

Entonces, en su mente apareció la imagen de lady Deborah; una dama exquisita, de belleza avasallante, carácter apropiado y un corazón sumamente bondadoso. Era culta, inteligente, educada y en extremo considerada. Sería una perfecta duquesa y una excelente esposa. Sin embargo, algo le decía que el compromiso que pensaba pactar a su regreso, sería muy difícil de concretar. La dama en cuestión estaba enamorada de otro caballero, pero sabía que disfrutaba de su compañía y su mano no peligraba por el simple hecho de que el dueño de su amor no le correspondía. Aunque, el rumbo de su relación trocaría de la nada si el susodicho cambiaba de parecer y decidía luchar por lady Deborah que, enfadada y desilusionada le había jurado que no debía de preocuparse por ese asunto.

Por su parte, Samanta, que se sentía incómoda y acalorada por el contacto indecoroso que tenía con el duque, estaba impaciente por llegar a Paradise Hall; un sitio muy parecido al paraíso con unas enormes caballerizas según las palabras de su propio tío.

La primera visión de la finca la distrajo de todas aquellas sensaciones extrañas que sentía en ese momento. La montura de su excelencia atravesó con barahúnda la verja abierta y avanzó por el fangoso camino que los dirigió a una impresionante casa, cuyos detalles no pudo avizorar mejor, porque las gotas de lluvia comenzaron a salpicar con fuerza su rostro. Escondió la cabeza en el fuerte pecho de Beaufort, que la envolvió entre sus brazos y apresuró al caballo.

Cuando llegaron a la entrada principal, varios lacayos ya estaban esperando al caballero que bajó primero de su montura y después, con sus fuertes manos, tomó a Samanta por la cintura y la descendió con cuidado, apremiándola a ingresar de prisa al resguardo de la casa.

Ella se frotó los brazos y sintió unas manos grandes que de los hombros le deslizaba la pelliza mojada.

—Enfermará si permanece con las prendas empapadas… —musitó Marc, tenso al observar que la tela de la camisa que llevaba puesta la joven, estaba un poco húmeda y marcaba sus atributos.

Samanta cruzó sus brazos sobre el pecho y enarcó una ceja, en tanto el duque tosió y recuperó la compostura.

—¿Podría ordenar que me preparen un baño caliente y té? —dijo ella como si nada—. Y, si alguna de las criadas puede prestarme algo de ropa, la compensaré como es debido.

Beaufort frunció el ceño. La forma que tenía de expresarse la muchacha había cambiado por completo. Ahora parecía una joven dama acostumbrada a que se hiciera su santa voluntad.

El ama de llaves, luego de saludar como era debido a su excelencia, reconoció de inmediato a lady Samanta Seymour, la extrovertida e indómita sobrina del duque de Richmond, por lo que ordenó a un par de doncellas que preparasen de inmediato lo que la dama había solicitado.

—Si me permite, excelencia —la señora Gills, el ama de llaves, se dirigió al duque—. Todavía quedan algunos vestidos de su hermana en sus aposentos; podría buscar uno de la talla de milady. No sería apropiado que vistiera con las ropas de una simple criada… —dijo en susurros para que la muchacha no la oyese.

—¿Milady? —inquirió con sarcasmo el duque.

La señora Gills asintió con seriedad. Sin embargo, la muchacha que lo oyó increpar con sorna sobre si se trataba o no de una dama de alcurnia, le respondió:

—¿Acaso no me veo como una señorita de familia respetable y de buena posición, lord…? —lo miró desafiante y con un brillo de diversión en los ojos, mientras fingía no conocerlo.

—Él es el duque de Beaufort, milady. Es el amo y señor de esta casa —intermedió la sirvienta ante la palpable tensión que se percibía entre su señor y la sobrina del mejor amigo del susodicho. Al parecer, no se habían reconocido y no le extrañaba; la muchacha había cambiado en demasía, convirtiéndose en la dama más preciosa de toda la región—. Si me permiten, iré a la cocina a preparar el té y un poco de sopa caliente para ambos. Libby la guiará a la habitación donde podrá cambiarse y darse un baño, milady. —El ama de llaves señaló a una doncella que estaba cerca de Samanta, inclinó la cabeza y se retiró.




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