Un día lluvioso no iba a arruinar sus vacaciones en familia. Luego de pasar tres horas en un autobús y con otras nueve esperándolos, Lydia sabía que le esperaba un día difícil. Con su cabeza apoyada en la ventana repasaba el inventario de sus bolsos: cepillos de dientes, calzados, protector solar, documentos y ropa, mucha, mucha ropa, se decía a sí misma. Su largo cabello rubio se movía junto con la corriente de aire frío que entraba por la ventana y sentía como la piel de su pálido rostro se iba secando.
—Mamá —susurra una dulce voz que se asoma por encima del asiento de enfrente.
—No te pares en los asientos —contesta reprendiéndolo.
La cabeza del pequeño lentamente fue desapareciendo detrás del respaldo. Su hijo Dylan era una copia de su madre; una versión rubia en miniatura de tan solo seis años. El brillo en sus ojos reflejaba el cielo y usualmente era un arma poderosa usada en contra de su madre para obtener los chocolates que a él tanto le gustaban.
A su lado, del lado de la ventana viajaba Any, su hermana de nueve años. El único rasgo en común que tenían eran sus ojos, pero a diferencia de Dylan ella se parecía más a su padre. Tenía una larga y rizada melena pelirroja que era todo lo que él veía desde que había comenzado el viaje.
—¿Falta mucho? —pregunta sin levantarse.
—No — respondió ella esperando no perder credibilidad cada vez que le respondía lo mismo —, pero si esperas un poco más te lo compensaré —dijo finalmente sintiendo como su hijo movía las piernas entusiasmado.
De un momento a otro Lydia sintió como el ambiente perdía luz. Miró a un lado y observó al cielo cubrirse de gris. Pensó enseguida en varias opciones alternativas: quedarse en un hotel, alquilar un auto e ir por su cuenta o quizás volver y esperar a que haya un día más agradable para realizar un viaje de doce horas con dos niños pequeños. Detuvo su bola de nieve de pensamientos y se dijo a sí misma que se estaba precipitando, que solo eran unas nubes que estaban pasando y luego se alejarían dejando ver de nuevo aquel paisaje celeste que ella tanto adoraba. Soltó una risa irónica cuando tuvo que cerrar la ventana porque unas gotas de lluvia mojaron su rostro.
No quería retrasar más el viaje. Su marido lo esperaba en su destino, aquella hermosa cabaña de vacaciones que había visto repetidas veces en los comerciales de la televisión. Rodeada de una costa que le otorgaba al lugar un paisaje inigualable.
Henry Mitchell era quién los esperaba allí. Esposo de Lydia y padre de sus dos hijos a quien no veía desde hace casi ocho meses debido a viajes de trabajo. Por fin habían logrado organizar unas vacaciones todos juntos y no dejaría que unas cuantas gotas lo arruinaran.
Poco a poco iba esparciéndose una niebla tan densa que apenas permitía ver la vía de al lado la cual, apenas separada por un pequeño cantero central, inundaba con una atmósfera lúgubre a los autos que se dirigían en dirección opuesta. Dirigió su mirada a las ventanas opuestas del autobús. De ese lado las personas dormían o escuchaban música, ya que, a diferencia de su ventana, por allí no se observaba nada; una vista en gris con gotas cayendo por la ventana era lo máximo que esa vista ofrecía. Se inclinó hacia el pequeño agujero que dejaban ambos asientos de adelante para echarle un vistazo a sus hijos. Su pequeño rubio estaba durmiendo sobre su mano, dejándose vulnerable a que cualquiera que caminara bruscamente por el pasillo golpeara su brazo despertándolo inmediatamente. En cambio, Any tenía la mirada fija sobre la ventana.
—Any —le susurró.
La niña volteó hacía la mirada de su madre, puesta en el agujero entre los asientos.
—Por favor, mira si tu hermano trae mis audífonos. Debe tenerlos en alguno de sus bolsillos —le pidió sin levantar la voz.
La niña, obedeciendo silenciosamente a su madre, comenzó a revisarle los bolsillos.
Abruptamente una bocina inunda el lugar despertando a todos los pasajeros. Al sonido le prosiguió una estrepitosa frenada, provocando que Lydia se golpeara la cabeza con el asiento de delante.
—¡Mamá! —se quejaron ambos niños al unísono.
—¿Están bien? —pregunta mientras se inclina sobre los respaldos para calmar a sus hijos—No se preocupen, con esta niebla es difícil ver. En un rato seguramente seguiremos.
Lydia, intentando calmar a sus hijos, alzó la vista sobre los asientos para intentar descubrir qué había sucedido allí fuera, pero al igual que el resto de los pasajeros curiosos que se habían puesto de pie, lo único que se llegaba a observar era el cantero que separaba las dos vías.
—¿Mamá…? —balbuceó Dylan.
Lydia lo toma de la mano.
—Oigan, ¿quieren unos dulces? —preguntó apelando a que dichas palabras distrajeran a sus hijos.
—¡Sí, sí quiero! —gritó el niño entusiasmado.
Any se limitó a voltear la mirada y sonreír, pero para ella eso era más que suficiente. Comenzó a buscar en su bolso dos barras de chocolate que había comprado antes de salir. No esperaba utilizar la artillería pesada tan pronto, pero la situación lo ameritaba. Luego pensaría que hacer más adelante; ella podía llegar a ser muy creativa.
Buscó y buscó entre sus cosas; celular, libreta, laptop, ropa y más ropa, gas pimienta, aún más ropa… No importase cuanto buscara, no encontraba la segunda barra de chocolate.
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Editado: 13.11.2022