Alas robadas

El precio del silencio

El bosque de Mirdanel había sido por siglos el santuario sagrado de las hadas. Los árboles hablaban entre ellos en susurros de savia, y la bruma dorada que flotaba en el aire era el resultado de siglos de magia pura. Allí vivía Lysander, un hada joven con alas de cristal turquesa que reflejaban la luz del amanecer como si fueran hechas de agua y cielo.

Lysander era alegre, tierno y obediente. Tenía una sonrisa suave como las flores de primavera, una que no se borraba incluso en los momentos más duros. Todos lo querían. Era de esos que siempre decían “sí” sin pensarlo dos veces, que se agachaban para ayudar, que cantaban bajito cuando los demás estaban tristes. Nadie imaginaba que su sonrisa más dulce podría ocultar un abismo.

Pero el día llegó. Una mañana, mientras recolectaba néctar cerca del límite del bosque, unos humanos lo atraparon. Lysander apenas pudo gritar: lo envolvieron con una red cubierta de polvo de hierro, mortal para las hadas. Le cortaron las alas sin mediar palabra. No con cuchillos, sino con una herramienta mágica que las arrancaba desde el alma.

Gritó. Lloró. Pero no se resistió.

—Quédate quieto, si lo haces bien te soltamos después —dijeron los hombres con máscaras.

Él lo hizo. Quieto, sumiso, temblando, pero sin oponerse. Ellos se llevaron sus alas como si fueran joyas preciosas. Él quedó tirado, roto, la espalda sangrando, la magia drenada.

Pero no lo mataron.

Volvieron.

Le vendaron las heridas y le ofrecieron un trato. Si les conseguía más alas, lo dejarían vivir. No sólo eso: prometieron que si cooperaba, quizá le devolverían sus alas algún día.

—Sólo tienes que convencer a los tuyos. No tienen que resistirse. Hazlo sin pelea. Hazlo con una sonrisa —dijo el líder, un hombre de ojos grises y guantes blancos—. Eres muy bueno con las palabras, Lysander. Úsalas.

Él asintió. No discutió. No preguntó por qué. No dijo que no podía hacerlo.

Sólo… sonrió.

Y así comenzó.

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Volvió al bosque como un fantasma. Nadie notó al principio la ausencia de sus alas. Usaba capas largas, decía que estaba resfriado, que necesitaba descansar. Mentía sin alterar el ritmo de su voz, con esa dulzura de siempre. Sonreía y abrazaba a quienes amaba mientras pensaba: “Mañana puede ser su turno.”

La primera fue su prima, Elowen. Tenía alas color lavanda que brillaban como estrellas al anochecer. Lysander le dijo que los humanos estaban cazando y que si ella no quería sufrir, debía dejar que él hiciera lo necesario para protegerla. Le dijo que no dolería. Le mintió.

Ella lloró. Gritó. Él temblaba mientras le arrancaba las alas con el mismo artefacto que le dieron. Pero su sonrisa no se rompió. La mantenía como si fuera una máscara sellada con dolor.

—Lo siento, Elowen… Estoy haciendo lo correcto… ¿cierto?

Ella no respondió. Quedó inconsciente.

Al día siguiente, llevó sus alas a los humanos. Recibió a cambio una curación mágica para la espalda. No era mucho, pero podía caminar sin sangrar. Era una recompensa vacía. Pero sonrió.

—Muy bien, hada —le dijeron—. Uno más. Tu obediencia es admirable.

Y siguió.

Una por una, Lysander fue cortando las alas de su gente. Primero a los que más quería. Luego a los que confiaban en él ciegamente. Nunca les explicó todo. Sólo decía lo justo para hacer que aceptaran, o que se quedaran quietos mientras lo hacía. Su expresión no cambiaba. Su sonrisa era tan brillante como falsa. Su alma se partía con cada pluma arrancada.

Lo apodaron “el hada sin alas que corta sueños”.

Pero él seguía siendo el mismo chico de voz suave, el que cantaba para calmar a los niños, el que ofrecía flores a quien lloraba. Solo que ahora, sus manos temblaban cuando nadie miraba, y sus noches estaban llenas de pesadillas que lo hacían despertar con los ojos hinchados, llorando en silencio.

Cada vez que entregaba un nuevo par de alas, los humanos le decían:

—Eres perfecto para esto, Lysander. Docilito, útil… tan callado. ¿Te duele? No importa. Sonríe.

Y él lo hacía. Con los ojos vacíos, con el pecho helado.

Una noche, su mejor amigo, Cael, se acercó a él.

—Sé lo que estás haciendo —dijo sin rodeos—. Vi lo que le hiciste a Elowen. Vi tus manos temblar.

Lysander abrió mucho los ojos. Su sonrisa tembló, pero no cayó.

—¿Vas a… detenerme? —susurró.

Cael lo miró, herido, traicionado, pero también confundido.

—No. Sólo quiero saber por qué.

Lysander tragó saliva. Las lágrimas se formaron en sus ojos, pero no cayeron. Sonrió, esa misma sonrisa que ya no tenía color.

—Porque me lo pidieron.

—¿Quién?

—Los humanos.

Cael se quedó quieto.

—¿Y tú… simplemente haces lo que te dicen?

—Sí —respondió con dulzura, con la voz de un niño que acepta un castigo sin rechistar—. Me dijeron que si los ayudaba, no me harían daño. Me dijeron que quizá… algún día me devuelvan mis alas. Y… yo no quiero morir, Cael. No quiero…

Y ahí su voz se rompió. Pero su rostro seguía igual. Sonriente. Inmóvil.

—Lysander… estás muriéndote por dentro. Ya ni siquiera eres tú.

Él negó con la cabeza.

—No. Todavía canto, ¿ves? Todavía cuido las flores. Todavía sonrío.

—Eso no es estar vivo.

Pero Lysander no respondió. Sólo se giró y se fue, con la espalda aún vendada, los pasos lentos, y la sonrisa eterna en su rostro roto.

Ese día, supo que Cael sería el próximo.

Y que, aunque lo amaba más que a nadie, también le arrancaría las alas si se lo pedían.

Porque él era así.

Obediente. Silencioso.

Sumiso.




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