Alas robadas

Traidor sin alas

El cuerpo de Lysander ya no dolía… al menos, no en el mismo lugar.

Los humanos, tras verlo tambalearse con cada paso y sangrar con cada ala entregada, decidieron que necesitaba ser más eficiente. No por compasión, sino porque la recolección estaba siendo lenta. La magia de las alas se disipaba si no se entregaban a tiempo. Y Lysander, con su cuerpo de hada débil y roto, ya no era lo suficientemente útil.

Así que lo cambiaron.

Una noche, lo sumergieron en un ritual de alquimia prohibida. Le dieron un brebaje amargo que ardió en su garganta y luego lo sumergieron en un lago cubierto por una neblina negra. El agua hervía, pero él no gritó. Sólo se quedó quieto, obediente, como siempre. Mientras su cuerpo se retorcía y crecía, mientras sus huesos crujían y su carne cambiaba.

Cuando despertó, tenía piernas más largas. Su rostro seguía siendo el mismo, dulce y redondo, pero con un toque más humano. Ya no medía apenas un metro. Ahora era más alto —1,55 metros— con un cuerpo más robusto, capaz de pasar desapercibido entre los humanos.

—Ahora no pareces un hada —dijo uno de los traficantes, sonriendo mientras le pasaba un espejo—. Puedes entrar a su aldea sin que se asusten. Ellos no sabrán quién eres.

Lysander se miró. Tocó su cara. Su sonrisa seguía allí, intacta.

—¿Qué… debo hacer ahora?

—Termina el trabajo —respondió el líder—. Todos deben perder sus alas. Nos pertenecen. Hazlo más rápido esta vez. Nadie debe quedar.

—¿Y… si alguien se da cuenta?

—Entonces miente. O mátalos. Pero no falles.

Lysander asintió.

Como siempre.

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El pueblo de las hadas se encontraba más disperso ahora. Algunos se escondían en los árboles. Otros se habían ido más allá del bosque. Todos sabían que algo extraño ocurría. Algunos murmuraban historias de un monstruo que cortaba alas con dulzura. Pero ninguno sospechaba del joven humano que llegó una mañana con ropa sencilla y una sonrisa amable.

—¿Quién eres? —le preguntó una niña hada con ojos brillantes.

—Me llamo Lys —respondió él, sin vacilar—. Estoy de paso. ¿Podría quedarme un par de días?

La niña asintió.

Y así, uno a uno, fue encontrando a los que faltaban. Nadie reconocía su nueva forma. Nadie veía el dolor que ocultaban sus ojos.

A veces, lloraba después de arrancar un par de alas. Lloraba en silencio, abrazando las plumas arrancadas como si fueran los restos de un ser amado. Luego respiraba hondo, limpiaba sus lágrimas… y sonreía.

—Estoy bien —se repetía a sí mismo—. Estoy haciendo lo correcto. Me lo pidieron. No puedo decir que no.

Ya no suplicaba por sus alas. Ya no preguntaba si se las devolverían. Ya no soñaba con volar.

Sólo quería terminar.

Sólo quería que el dolor se callara.

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Cael fue el último.

Había escapado. Se había ocultado en las ruinas de un santuario antiguo, más allá del río de luna. Pero Lysander lo encontró. Siempre lo encontraba. Porque Cael había sido su amigo, su confidente, su amor silencioso. Y nadie conocía mejor sus escondites que Lysander.

Cuando lo vio, Cael se puso de pie de inmediato.

—¿Quién eres?

Lysander no respondió al instante. Sus ojos estaban empañados, pero su sonrisa… seguía.

—Cael… soy yo.

Cael retrocedió, reconociendo la voz. El timbre suave, la forma en que sus labios decían su nombre. Pero el cuerpo… era distinto. Humano. Más alto. Más fuerte.

—¿Qué te hicieron?

—Me transformaron. Para que pudiera acercarme. Para que nadie supiera que seguía siendo yo. Me hicieron esto para poder… arrancarte las alas.

Cael se quedó mudo.

—¿Y vas a hacerlo?

Lysander bajó la mirada.

—Me lo pidieron.

—¿Y por eso basta?

Silencio.

—¿Y tu voluntad? ¿Tu alma? ¿Dónde quedaron?

Más silencio.

Pero entonces, Lysander dio un paso. Lento, cuidadoso. Sacó el artefacto de su abrigo. Aquel que arrancaba las alas sin cortar carne, pero sí el alma.

Cael se mantuvo firme.

—¿Qué pasó contigo, Lysander? ¿Dónde está el hada que solía reír con el viento?

—Se fue —susurró él—. El día que me quitaron las alas. Sólo quedó… esto.

Cael no lloró. Pero lo miró con una tristeza que dolía más que cualquier grito.

—Hazlo entonces. Si ya no eres tú, no me importa. Termina lo que empezaste.

Lysander tembló.

Por primera vez, dudó.

Pero las palabras de los humanos volvieron a su mente.
“Si fallas, morirás.”
“Si mientes, mátalos.”
“No sientas. Solo hazlo.”

Y entonces levantó el brazo. El artefacto brilló. Y Cael cerró los ojos.

Pero antes de activar el mecanismo… Lysander susurró:

—Lo siento… aún te amo.

Y lo hizo.

Las alas de Cael —verdes como las hojas en primavera— cayeron al suelo.

Lysander las tomó entre sus brazos como si cargara un cadáver. Las besó. Luego miró a Cael, que ya estaba inconsciente, y murmuró:

—Gracias… por no resistirte.

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Cuando volvió con los humanos, les entregó el último par. Su ropa estaba manchada de sangre mágica. Sus ojos no brillaban ya. Pero su sonrisa… aún seguía allí.

—¿Ya acabé? —preguntó con voz suave.

—Sí —respondió el líder, con una sonrisa torcida—. No queda ninguno.

—¿Y mis alas?

El hombre se rió.

—¿Todavía sueñas con eso?

Lysander no dijo nada.

Solo sonrió.

Y se fue caminando bajo la lluvia, como una sombra. Un hada sin alas. Un humano sin alma. Una sonrisa vacía.

El traidor que cumplió cada orden.

El sumiso perfecto.




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