Alen. El bajo astral

Capítulo 1

Capítulo 1

Soñar con un mundo mejor

La risa y el llanto venían a partes iguales. Palmadas lo acompañaban. No de todos. Otros pacientes tapaban sus oídos, ya que no querían escuchar aquello de lo que otros reían. Quizás, porque muy pronto padecerían el mismo destino de aquel que recibía las burlas.

  • Hoy le toca salir a Marcos —repetían sin cesar el coro de voces en aquel centro psiquiátrico—.
  • Hoy sale Marcos —canturreaban entre lamentos y sonrisas—.

Marcos, un paciente de poco pelo y delgado porte, se ajustó su arrugada camisa de cuadros antes de dejar las burlas atrás y sobrepasar la puerta amaderada. Tomó asiento en un cómodo sillón, algo desgastado por el roce continuo. La luz entraba con fuerza en aquella habitación, decorada de un color que destilaba alegría, una alegría que no llegaba a los corazones de aquellos que se sentaban en el oscuro cuero.

  • Al parecer hoy le toca salir, Marcos —dijo la psicóloga, escudriñando con sus ojos oscuros el temblar del labio inferior de aquel que oyó aquella afirmación—. Sabes que no tienes que hacerlo —insistió, como siempre hacía—.
  • Ya le he dicho que no tengo alternativa. Estoy al límite de mis fuerzas. Necesito salir. A pesar de… —se tapó la boca. No quería decir su nombre, ya que creía que el simple hecho de pronunciar su designación traería mala suerte. Una suerte que necesitaba, ya que estaba obligado a salir—.
  • Hábleme otra vez de Valgus —preguntó la psicóloga—.

Un lamento quejoso escapó de los labios de Marcos al oír aquel nombre.

  • Ana le vio hace una semana. Mejor será que hable con ella, doctora Ester.
  • Pero Ana no está aquí, Marcos. Así que le tengo que preguntar a usted. Por favor, descríbame de nuevo a ese ser que ve en sus sueños.
  • No son sueños, doctora Ester. Ya se lo he dicho miles de veces. Es un mundo real. Ojalá fueran sueños.
  • Está bien. Hábleme de Valgus.
  • Yo solo le vi cuando salí por primera vez. Lo hice, a pesar de que todos me decían que no lo hiciera. Pero aquella noche no tuve alternativa. Era él o los monstruos. Cuando abrí aquella puerta, le vi. Estaba allí, vestido con aquel traje tan elegante. Tocaba el piano, sosteniendo una copa de vino a medio llenar que apoyaba sobre aquel caro instrumento. No paró de tocar a pesar de que yo había entrado irrespetuosamente a su hogar. Eso sería… descortés por su parte. Y él odia lo descortés. Cuando le veas, doctora Ester, no te dejes engañar por sus modales ni por su sonrisa. Él solo quiere alimentarse de nosotros. Nunca se sacia. Por eso siempre se lleva el pañuelo a la boca, limpiando su labio inferior. Aunque no tenga nada que limpiar.

El agua cesó su caída. Ester envolvió su cuerpo en la toalla. Miró al espejo del cuarto de baño. Vio a una mujer de pelo claro y rostro cansado. Las arrugas ya marcaban su faz, a pesar de no haber cumplido aún los cuarenta. Unas arrugas motivadas por la impotencia de no ver los frutos de su trabajo, pues, a pesar de aplicar todo el protocolo, sus pacientes no mejoraban.

Tomó asiento en una mesa de caoba, en el patio trasero de su hogar. La luna brillaba hermosa aquella noche, reflejando los pequeños insectos que bailaban entorno a la bombilla que iluminaba de naranja el plato frente a ella. La cena le esperaba, junto con un hombre mayor que ella, de aspecto fornido y pelo teñido para disimular las canas venidas y venideras. El resoplido la mantenía distante, a pesar de que el plato cocinado por su marido estaba delicioso. Su mente, sin embargo, estaba alejada de aquella cena. Lejos de su hogar. Lejos de su marido.

  • Tarde o temprano acertarás. Es cuestión de tiempo —la animó su marido al ver que tardaba minutos en dar otro bocado—. ¿Por qué no me cuentas de una vez el historial de tus pacientes? Sabes que puedo ayudarte.
  • Te he dicho miles de veces que no puedo hablar de eso a personas ajenas al centro.
  • Lo sé. Pero esto cambia las cosas —dijo su marido, mostrándole una carta que sacó de un bolsillo de su pantalón—.
  • ¿Qué es esto?
  • ¿Recuerdas la beca de investigación que pedí? Me la han concedido —esperó la respuesta de su mujer, que, aunque su cara proyectó un gesto de agrado, seguía preguntándose qué tenía que ver aquello con su pregunta anterior—. He decidido centrarme en investigar el trastorno de las pesadillas, y eso me lleva hasta ti. Seremos compañeros de trabajo, aunque sea durante un breve periodo de tiempo. Trabajaré durante mi investigación en tu centro.

Ester titubeó. Su labio cambiaba de semblante cada segundo, pues no sabía si alegrarse o preocuparse.

  • Cariño. No sé qué decir. Por supuesto estoy contenta por ti, pero mi trabajo… Es decir… El centro es algo inquietante. Desgasta. No quiero que tú también te sientas frustrado. Quizás deberías… —un beso acalló su titubeo—.
  • Mi amor. Estamos siempre inmersos en el trabajo, sin tiempo para nosotros. Romper esa rutina será divertido.

Ester no contestó, tan solo se limitó a sonreír, acariciando la cálida mano que mecía su mejilla.




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