Adeline estaba sentada frente a su abogado en un despacho grande y oscuro donde todos los objetos parecían presionarla, haciéndola sentir pequeña e indefensa. Un hombre gris e imperturbable estaba sentado detrás de un enorme escritorio de roble. Su rostro era tan impasible como la fría piedra. Enunciaba hechos que le secaban la garganta, como si cada palabra le arrancara el aire. El silencio de la sala, sólo roto por la voz firme del abogado, le pareció como un trueno que destruía su vida.
- Su familia, señorita Castillo, ha acumulado importantes deudas con el clan Montalvo -dijo, levantando la mirada de los documentos hacia ella. Sus ojos eran grises, fríos, sin un solo atisbo de simpatía. - Estas sumas deben ser devueltas pronto, o tu clan lo perderá todo.
Su corazón latió más deprisa. Las palabras del abogado sonaban secas, como una sentencia inapelable. Intentó mantener la calma, pero sentía que las manos le temblaban y se le cerraban en un puño sobre el regazo. Adeline quería preguntar qué se podía hacer, cómo podía arreglar las cosas, pero las palabras se le atascaban en la garganta como si la estuvieran estrangulando.
- Mi padre... Nunca me habló de esas deudas», murmuró, luchando por encontrar fuerzas para hablar. - ¿Cómo es posible?
El abogado seguía mirándola como si fuera un caso más, uno de los muchos que tenía entre manos. Su rostro permaneció imperturbable mientras respondía:
- Tu padre era consciente de la situación, pero también sabía que había una solución -hizo una pausa, dejando los papeles a un lado-. - Tus padres firmaron un contrato que establecía claramente que, para evitar la bancarrota y conservar la propiedad, debías casarte con Rafael Montalvo.
Adeline se quedó paralizada como si la hubieran electrocutado. Las palabras del abogado resonaron en su mente, convirtiéndose en un trueno que retumbó en sus oídos. El matrimonio. Su destino estaba sellado. El destino de su familia lo había decidido otra persona, y ella no lo había sabido hasta ese momento. Su mundo se desmoronaba, una y otra vez, cada vez que pensaba que ya había tocado fondo. Pero este golpe fue aún más duro.
- Es imposible -susurró, con la voz temblorosa como un cristal agrietado-. - No puedes exigirme que me case con un hombre al que no conozco, al que ni siquiera conozco.
El abogado enarcó ligeramente las cejas, con el rostro frío y distante.
- Esto no es una simple proposición, señorita Castillo -dijo con calma, como si estuviera explicando una verdad elemental-. - Es un compromiso que no podrá rechazar si quiere conservar lo que le queda. Es un contrato hecho por tus padres, y es vinculante. O te casas con Rafael Montalvo, o todos tus bienes y patrimonio serán subastados para pagar vuestras deudas.
Cada palabra sonaba como un golpe en su alma. Adeline no podía creer que su destino se hubiera decidido sin contar con ella, que su propia vida se hubiera convertido en moneda de cambio en algún oscuro regateo. Se sentía como un juguete en un juego ajeno, cuyas frágiles alas habían sido cortadas antes de que pudiera alzar el vuelo. La cabeza le daba vueltas y sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas, pero se contuvo para no mostrar debilidad ante aquel hombre desalmado.
- ¿Y si me niego? - preguntó, intentando sonar firme, aunque su voz seguía temblando. - ¿Y si no acepto casarme con este... Montalvo?
El abogado se inclinó hacia delante, con los ojos entrecerrados, una sombra de sonrisa que más bien parecía una mueca.
- Si se niega, señorita Castillo, lo perderá todo. Su casa, sus cuentas, todos los bienes que pertenecen a su familia serán confiscados y vendidos para pagar sus deudas. Se quedará sin nada. Sin techo. - Hizo una pausa, como si estuviera saboreando el efecto de sus palabras. - Pero no olvides que la reputación de tu familia también quedará destruida en este caso. Así que quizá quieras pensártelo dos veces.
Adeline cerró los ojos, tratando de reunir fuerzas para no gritar. Su mundo se había derrumbado el día que murieron sus padres, pero ahora se daba cuenta de que la caída sólo había sido el principio. Estaba acorralada y no sabía cómo salir. La rabia y la desesperación se mezclaban en su pecho, haciendo que su corazón latiera tan fuerte que parecía a punto de estallar. Quería romper todos los malditos papeles, salir corriendo del despacho, pero sabía que era inútil.
Abrió los ojos y vio al abogado recogiendo tranquilamente los papeles como si el caso ya estuviera cerrado. Su despreocupación parecía burlarse de ella.
- Quiero ver ese contrato -dijo con firmeza, intentando controlar al menos ese momento-. - Quiero leer todo lo que pone.
El abogado se encogió de hombros y le entregó la carpeta. Sus ojos brillaron con fría satisfacción cuando dijo:
- Por supuesto. Pero le aseguro, señorita Castillo, que no hay nada ahí que pueda cambiar su destino. Sus padres lo han previsto todo.
Adeline cogió la carpeta y, sin poder resistirse, la golpeó contra la mesa para que los papeles se desparramaran. Miró al abogado con una expresión de rabia y dolor.
- Así que también habían previsto que su hija se convertiría en rehén de deudas ajenas, ¿no? - Su voz temblaba, pero ya era amenazadora. - ¿Han decidido que tengo que vivir mi vida según sus reglas, aunque eso me destruya?
El abogado extendió las manos como si estuviera de acuerdo con sus palabras, pero sin compadecerse.
- Son negocios, señorita Castillo. Su familia hizo un contrato. Ahora es su deber cumplirlo.
Aquellas palabras resonaron en su corazón como el toque final de una campana, sumiéndolo todo en el silencio. Se dio cuenta de que su destino ya no le pertenecía, que su vida había sido vendida y comprada como una mercancía, y nadie le pidió su opinión. Y ahora sólo le quedaba una cosa por hacer: conocer a Rafael Montalvo, comprender qué clase de hombre era y por qué estaba dispuesto a comprar su destino.