Alfa. Apropiada Por El Lobo

CapÍtulo 5

Rafael estaba de pie al borde del bosque, inmerso en la oscuridad, y el aire frío del bosque flotaba a su alrededor, penetrando en su piel, llenándole los pulmones. El viento traía consigo el olor de las agujas de pino, de la tierra húmeda, del cielo nocturno. Era un olor que penetraba en su conciencia, desplazando todo lo demás, derritiendo los últimos vestigios de humanidad, todo lo que era hueso y carne, controlable. El bosque le llamaba como el abismo sediento de sangre llama a sus ahogados.

Raphael se quitó la ropa lentamente, sintiendo cómo cada músculo bajo su piel se tensaba como si se resistiera a lo inevitable. La camisa fue lo primero, la tela cayó al suelo con un crujido como de cuero viejo. Le siguió el resto de la ropa. Su cuerpo desnudo se estremeció al contacto con el aire nocturno, pero apenas lo notó. Se miró las manos, blancas en el crepúsculo, como si fueran ajenas. Un momento más y serían inútiles, habría olvidado cómo sostener una espada, cómo cerrar el puño. Sólo quedarían garras, garras y zarpas.

Esa sensación siempre le llegaba como una pesadez en el pecho, como el silencio que precede a una tormenta. Respiró por última vez el aire frío, lleno de los aromas del bosque y la noche, y soltó... el control. Soltó el patético hilo que lo mantenía en su forma humana. Y comenzó.

Todo sucedió rápido, doloroso, pero sorprendentemente familiar. El crujido de los huesos resonó en el silencio, agudo, casi sonoro -el sonido de los palos al romperse bajo su bota-, pero era su propio cuerpo el que se rompía, obedeciendo la llamada de una magia ancestral que emergía de algún lugar de las profundidades de su ser. Los huesos crujían y cambiaban de forma, se estiraban y doblaban bajo la irresistible presión, como si cientos de tornillos invisibles se estuvieran atornillando en ellos a la vez. El dolor lacerante y palpitante recorrió su cuerpo en oleadas, atenazando cada músculo, cada tendón. Pero no emitió ningún sonido, ningún gemido: era su ritual, su iniciación, su maldición.

Sus costillas se separaron, su pecho se expandió como si tuviera que contener algo más grande que los pulmones humanos. Los dedos se curvaron, se extendieron en garras largas y curvadas. Sintió que su mandíbula se rompía y se alargaba mientras sus dientes se afilaban, convirtiéndose en puñales perfectamente adecuados para desgarrar la carne. Su piel estaba cubierta de un pelaje rígido y espeso, negro como la noche misma, que lo envolvía como una pesada mortaja.

Era doloroso y liberador al mismo tiempo. Sintió que su cuerpo ya no pertenecía a las leyes humanas, que su cuerpo sucumbía a una fuerza salvaje y antigua, que respondía a la llamada del instinto que le susurraba la sangre, la rabia, que sólo había una ley: la ley de la bestia.

Y allí estaba, sobre sus cuatro patas, pesado, poderoso, enorme. Era un lobo, y el mundo entero se le apareció bajo una nueva luz. Su visión se hizo más nítida, el cielo nocturno brillaba con tonos azul oscuro y plata. El aire estaba lleno de olores: de tierra, de árboles, de animales, incluso de arroyos lejanos que corrían entre raíces y rocas. Conocía cada sendero, cada grieta en las rocas, cada sombra: todo se había convertido en su dominio, su coto de caza.

Rafael, el hombre se había ido, disuelto. Sólo quedaba el lobo.

El mundo a su alrededor cambió. Nuevos brillos, nuevos detalles, nuevos significados. Cada sonido se hacía más claro, cada olor adquiría una nitidez que le mareaba. Podía oír el crujido de un ratón entre los arbustos, el crujido de las raíces de los árboles bajo sus garras, y a lo lejos, al otro lado del bosque, a alguien -quizá un ciervo, quizá un estúpido pájaro- huyendo de algo invisible. Para él, ahora no había barreras ni límites. El bosque era su dominio, su mundo, su caza.

Su corazón latía suave y confiado, cada movimiento tan medido y preciso como el golpe de un depredador que sabe que puede tomar lo que quiera. Raphael se precipitó hacia delante, en silencio, suavemente, como una sombra que se desliza por el suelo sin perturbar la paz de la noche. No sólo corría: se fundía con el bosque, se convertía en parte de él, en su alma. El suave movimiento de sus patas en el suelo, el leve susurro del viento que se deslizaba entre los árboles... todo era un flujo, una respiración. Rafael no estaba cazando, sólo estaba siendo.

Cazar era para él más que un simple instinto de supervivencia. Era una expresión de su esencia, de su fuerza, de su voluntad. En esos momentos se sentía el amo del mundo, un gobernante completo que no necesitaba leyes excepto una: la ley de la sangre. Nadie ni nada podía bloquear su camino, detenerlo o domarlo. Era un alfa, salvaje e indomable, y en este mundo de sombras grises y siluetas pálidas, no había nadie que pudiera igualarle en poder y ansia de poder.

La adrenalina corría por sus venas como el fuego, llenando todo su ser, empujando, alimentando, exigiendo. Sentía esa llamada primigenia y ancestral en cada nervio, en cada aliento. Durante demasiado tiempo había tenido que contenerse, durante demasiado tiempo había llevado la máscara de un hombre. Ahora la máscara estaba arrancada, caída, y ante el bosque, ante la noche, se alzaba el verdadero depredador, el rey para quien no había barreras, y el mundo lleno de olores y sonidos sólo le pertenecía a él.

Sabía que todos los seres vivos dentro de su radio sensorial le percibían: todas las bestias, todos los depredadores. Estaban asustados, escondidos, acurrucados en el suelo, sin atreverse a levantar la voz, sin atreverse a molestar sus pasos silenciosos. Sabían que había venido a por ellos, sin importar sobre quién cayera su mirada. Él era el alfa, y esta noche el bosque era su juguete.

Raphael se adentró en el bosque, donde los sonidos se hacían más apagados y los olores más intensos. Él era el rey en este reino de noche y oscuridad, el único al que pertenecían tanto el poder como la libertad.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.