Rafael se acercó y el espacio que rodeaba a Adeline cambió al instante, como si el aire fuera más denso, más cálido, más rico. Podía olerlo: ácido, metálico, como el hierro al rojo vivo mezclado con el aroma especiado del roble. El olor se apoderó literalmente de ella, llenando toda su conciencia, penetrando profundamente en su mente, envolviendo sus pensamientos en una niebla. Era a la vez seductor y aterrador, como una fruta prohibida cuyo sabor podía quemarla hasta el dolor.
Adeline sintió como si él la hubiera rodeado en un capullo invisible y ahora estuviera atrapada, incapaz de apartarse o respirar. Su cuerpo respondía a su proximidad, como si entendiera algo que su mente aún no había comprendido. Sintió una punzada en el pecho y su corazón, normalmente obediente, empezó a latir con tanta fuerza que sus latidos parecían resonar en sus oídos como un tambor. Sintió que la piel se le ponía de gallina, oleada tras oleada, desde el cuello hasta la punta de los dedos.
Su mirada se detuvo en la camisa de él, un poco desabrochada por descuido en el cuello, dejando al descubierto una piel bronceada y áspera con algunas cicatrices antiguas. Aquellas cicatrices parecían marcas de batalla, recordatorios de una vida de dolor y peligro. Se sorprendió a sí misma queriendo pasar los dedos por esas marcas, sentir su textura, como si así pudiera conocer sus secretos.
Rafael la miró y sonrió levemente, dándose cuenta de su vergüenza. No era suave ni amistosa, sino algo cruel y depredador, como un lobo que detecta la debilidad de su presa. Dio otro paso adelante, y ahora no había más que la palma de la mano entre ellos. Ella podía sentir el calor que irradiaba su cuerpo, como si él fuera un fuego y ella una polilla a la llama.
Lucía, sentada a su lado, apretó los labios con cautela, sintiendo la misma extraña pesadez en el aire. Miraba a Rafael con una clara desconfianza y tensión, como un gato dispuesto a soltar las garras en cualquier momento. A diferencia de Adeline, Lucía no sucumbió al encanto de su rudo atractivo, sino que se tensó aún más. Sus instintos parecían advertirle: aquel hombre era un peligro.
Rafael las miró a ambas con ojos penetrantes, como si las estudiara como un depredador estudia a su presa antes de atacar. Una sombra de desprecio parpadeó en sus ojos, afilados y fríos como una hoja de medianoche. Dio otro paso hacia delante, y Adeline vio el cuello de su camisa abierto, revelando una piel bronceada y unas cuantas cicatrices, ásperas y desiguales, como si las hubiera recibido en combate. Aquellas marcas aumentaban su sombrío atractivo: parecía como si su pasado hubiera estado lleno de dolor y peligro con los que había tenido que lidiar por su cuenta.
- ¿Ya han empezado a cuchichear sobre mí? - dijo, con voz grave, burlona y sutilmente amenazadora. - No has durado mucho.
Adeline se estremeció, con el corazón latiéndole en el pecho y la respiración entrecortada. Su voz era como el crujido del acero, y el sonido la penetró, despertando en ella una extraña excitación que no podía explicar. Su mirada se desvió hacia Lucía, pero su amiga no parecía dispuesta a rendirse. Levantó la barbilla, entrecerrando los ojos, desafiando a Rafael.
- Estábamos hablando de cosas que nos importan -dijo Lucía con frialdad-. - Pero, por supuesto, eres libre de unirte a nosotros si deseas ilustrarnos.
Rafael sonrió, su mirada se deslizó sobre Lucía, apenas disimulando desprecio. Se inclinó hacia delante, cerniéndose sobre ambos, y había un trasfondo de amenaza en su movimiento, como un depredador decidiendo si atacar o no.
- ¿Iluminas? - preguntó en voz tan baja que parecía un susurro, pero cada palabra contenía una gélida sorna-. - ¿De verdad crees que te va a gustar lo que tengo que decirte, niña?
Lucía apretó los labios pero no apartó la mirada, aunque sus manos temblaban de tensión. Sentía que su presencia fría y penetrante la abrumaba, pero siguió mirándole obstinadamente a los ojos, como si tratara de resistir su desafío.
Raphael desvió su mirada hacia Adeline, y sus ojos se suavizaron por un momento, pero aún había algo indeciblemente peligroso en ellos, algo salvaje e incontrolable. Ella sintió el impulso de apartar la mirada, de esconderse de aquella mirada, pero no pudo; él la mantenía en su sitio por pura fuerza de voluntad.
- ¿Y tú, Adeline? - su voz era casi un susurro, pero sonaba como el murmullo de una tormenta a punto de estallar. - Estás aquí, en esta casa, bajo mi protección. ¿Pero todavía no puedes evitar intentar llegar a cosas que no necesitas saber?
Su rostro estaba tan cerca que Adeline podía ver cada fina línea de su piel bronceada, cada cicatriz que no hacía sino acentuar su feroz belleza. Sus ojos, oscuros y profundos, la miraban con un escrutinio tan penetrante que ella sintió como si pudiera ver a través de ella. Sentía su aliento, caliente e implacable, y su corazón latía frenéticamente como un pájaro atrapado en una jaula de alambre de espino.
- Yo... no quería... -su voz era débil, casi un susurro, y ni ella misma la reconocía. Las palabras se le atascaban en la garganta, pero Rafael parecía saborear su vergüenza, su mirada llena de oculta satisfacción, como si disfrutara de su miedo y su impotencia.
- ¿Lo hacía? - se inclinó aún más, con la cara a escasos centímetros de la suya. - Creí que te esforzabas demasiado por averiguar lo que ocurría en esta casa. Te advertí que si querías quedarte aquí, tendrías que aprender a tolerar la oscuridad que te rodea. De lo contrario, no perteneces a este lugar.
Lucía no aguantó más e intervino, con voz áspera y tensa:
- Señor Montalvo, ¿siempre habla así a las mujeres?
Rafael se apartó de Adeline y dirigió una mirada dura y fría a Lucía. Se enderezó, con los brazos cruzados sobre el pecho y el rostro duro como la piedra.
- No me importa quién esté delante de mí -dijo con frialdad-. - No hago excepciones. Los dos estáis en mi casa, y si creo que os habéis pasado... no me costará nada recordároslo.
Lucía apretó las manos, intentando que no le recorriera un escalofrío, pero su rostro se mantuvo firme. No iba a mostrar miedo, aunque en su interior se encogía al darse cuenta de lo fuerte e implacable que era aquel hombre. Sabía que no sólo la intimidaba, sino que era realmente peligroso.
Raphael se volvió de nuevo hacia Adeline, y su rostro se suavizó por un momento, pero había algo aterrador en esa suavidad. Se acercó aún más a ella, inclinándose hasta que sus labios quedaron junto a su oreja. Su corazón latía con tanta fuerza que temió que él lo oyera.
- Vas a tener que acostumbrarte a mí, Adeline -susurró él, con voz apenas audible, pero ella percibió en ella una extraña e inexplicable atracción-. - Si no, esta casa te engullirá.
Sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo. Sus palabras sonaban como una advertencia y una promesa. No sabía qué la asustaba más: si la casa, llena de misterio y oscuridad, o el propio Rafael, que parecía ser la encarnación de todos sus miedos ocultos y, extrañamente, de sus deseos ocultos.
Sin esperar respuesta, Rafael se enderezó y les dirigió una última mirada que parecía una advertencia.
- Hasta la vista, señoras -dijo con frialdad, y había una amenaza subyacente en su voz-. - Espero que no olvide quién es el jefe.
Se dio la vuelta y desapareció en la oscuridad, dejando tras de sí sólo su olor agrio, casi hipnótico, que aún permanecía en el aire, manteniendo despierta a Adeline.
Adeline sacudió la cabeza como si despertara de un sueño pesado, como si intentara sacudirse la obsesión que la envolvía. Sentía que su corazón seguía latiendo frenéticamente, como después de una carrera, y tenía un trozo de hielo en el pecho que le dificultaba respirar con normalidad. No podía creer que fuera ella -fuerte, testaruda, acostumbrada a no enfrentarse a nadie- la que de repente se sintiera indefensa bajo su mirada, casi hipnotizada por su aura extraña y aterradora.
Lucía, sentada a su lado, entrecerró los ojos, observando la reacción de su amiga. Sus ojos destellaban preocupación y luego irritación, no sólo hacia Rafael, sino también hacia Adeline, que parecía haber perdido su habitual actitud combativa.
- Adeline, ¿qué te pasa? - Lucía frunció el ceño, mirando a su amiga con reproche. - Tú no eres así. Nunca has dejado que nadie te mande así, y mucho menos un hombre que actúa... como... como... como... como...
- ¿Como un salvaje prepotente y santurrón? - Adeline intentó sonreír, pero la sonrisa le salió débil. Sentía cómo el calor subía a sus mejillas, cómo la vergüenza y la rabia se mezclaban en su interior. No entendía qué era lo que la tenía tan alterada, pero deseaba que esa sensación desapareciera.
- Exacto. - Lucía dio un paso adelante, sin ocultar su indignación. - ¿Has visto cómo nos ha mirado? Como si fuéramos dos chicas molestas que se habían metido en su territorio por accidente. Era insoportable. ¿Cómo se atrevía?
Adeline suspiró de nuevo, intentando poner en orden sus pensamientos, y se pasó lentamente una mano por el pelo, tratando de librarse de la tensión que aún le atenazaba los hombros. Sabía que Lucía tenía razón. Ella misma odiaba cuando alguien intentaba someterla o mostrar su superioridad. Pero Rafael... Él era diferente. No sólo rudo y seguro de sí mismo, sino algo... primario, como un elemento desenfrenado.
- Lo sé, Lucía -susurró, evitando la mirada de su amiga-. - Es que... hay algo raro en él. Cuando está cerca, siento que pierdo el control. Como si pudiera ver a través de mí.
Lucía resopló, pero había un destello de preocupación en su mirada. Miró a su amiga con atención y, bajando la voz, preguntó:
- Te das cuenta de que sólo intenta intimidarte, ¿verdad? Es una táctica habitual para atemorizar a todo el mundo y que nadie se atreva a enfrentarse a él.
Adeline asintió en silencio, pero en su corazón seguía latiendo la vaga preocupación de que hubiera algo más que una simple intimidación. No podía evitar la sensación de que Rafael representaba algo mucho más peligroso que un hombre de carácter fuerte. Su fuerza era más profunda, más oscura... como si estuviera arraigada en la misma oscuridad de esta casa.
- Tal vez tengas razón -respondió finalmente, luchando por creer sus propias palabras-. - Pero algo me dice... que no es sólo su deseo de mantenernos a raya. No puedo explicarlo, pero... esta casa, es como si tuviera vida propia. Y Rafael forma parte de ella, como si formara parte de esa oscuridad.
Lucía guardó silencio un momento, digiriendo sus palabras. Luego asintió lentamente, con la mirada cada vez más seria.
- Él es la oscuridad misma -dijo, frunciendo el ceño-. - Pero por eso no podemos dejar que nos confunda. Debemos mantenernos fuertes, Adeline. - Su voz era más firme, con una determinación a la que Lucía estaba acostumbrada. - Tú misma dijiste que querías saber la verdad. Quieres entender lo que les pasó a tus padres. Y si este... depredador -Lucía exhaló la palabra con desdén- está en medio, entonces sólo tenemos que ser más listas.
Adeline la miró, de nuevo un brillo de confianza en sus ojos. Se dio cuenta de que Lucía tenía razón: no podía permitirse caer de nuevo bajo su influencia. Tenía que mantenerse fuerte, como siempre había sido. Si Rafael creía que podía doblegar su voluntad tan fácilmente, se equivocaba.
- Cierto -dijo Adeline, con voz cada vez más firme-. - Puede ser todo lo misterioso y poderoso que quiera, pero eso no significa que vaya a dejar que me controle. Y si cree que sus miradas imperiosas y sus frases amenazadoras me harán retroceder... -entrecerró los ojos, con una llama de terquedad en la mirada-. - Entonces no me conoce muy bien.
Lucía sonrió, asintiendo con aprobación.
- Eso se parece más a la Adeline que conozco. La que no teme a ningún hombre del mundo, aunque parezca un monstruo salido de sus pesadillas.
Adeline sonrió brevemente, sintiendo que la tensión se desvanecía. En el fondo de su mente seguía teniendo miedo, pero al lado de Lucía su determinación era cada vez más firme. Sabía que tendría que enfrentarse a los misterios y a la oscuridad que representaba Rafael, pero no estaba dispuesta a rendirse.
- Intentemos resolverlo entonces -dijo apretando los dientes-. - Si cree que puede intimidarnos tan fácilmente, es que no sabe con quién está tratando.
Lucía levantó la barbilla y asintió, con los ojos encendidos por el desafío.
- Estoy de acuerdo. Pero ten cuidado, Adeline -su voz se volvió más tranquila, más seria-. - Tengo la sensación de que es más peligroso de lo que pensamos.