Alfa. Apropiada Por El Lobo

Capítulo 18

La habitación estaba sumida en la penumbra. La luz de las velas se agitaba perezosamente, proyectando largas y ominosas sombras en las paredes. Las propias sombras parecían observar lo que estaba a punto de suceder, conteniendo la respiración. El aire estaba impregnado del agrio aroma de los lirios, pero para Adeline el olor no era dulce, sino sofocante, como una soga que le apretara el cuello.
Raphael cerró la puerta lentamente, en silencio, pero incluso ese simple movimiento la hizo estremecerse. Se quedó de pie junto a la ventana, contemplando el bosque que era su último vínculo con la realidad. Sus siluetas negras, estremecidas por la débil brisa, parecían a la vez amenazadoras y seductoras.
Pero ni siquiera el bosque podía hacer que olvidara quién estaba a sus espaldas.
Raphael no dijo nada de inmediato. Ella oyó sus lentos pasos sobre el suelo de madera. Esos pasos no eran amenazadores, pero había algo aterrador en su certeza. Se acercó tanto que su olor, envolvente y pesado, a madera y tabaco, la envolvió, inundando sus pensamientos.
—¿Vas a quedarte aquí toda la noche? —Su voz sonó tan repentina que ella se giró bruscamente.
Estaba a su lado, tan cerca que podía sentir su aliento en la cara. Sus ojos oscuros la miraban con una expresión que ella no lograba descifrar. Pero eran atractivos, la atraían y la asustaban a la vez.
—Yo... —empezó a decir, pero le temblaba la voz.
Él inclinó ligeramente la cabeza hacia un lado y esbozó una media sonrisa burlona con los labios.
—¿Tenías miedo? Sus palabras sonaron tranquilas, casi perezosas, pero había un acero en ellas que le hizo apretarse el corazón.
—No —dijo ella, tratando de mantener intacta su dignidad.
Rafael caminó lentamente a su alrededor, como un depredador evaluando a su presa. La miró de pies a cabeza y se detuvo en su rostro.
—Una mentira —dijo, con voz grave como un trueno lejano. —Pero es normal, Adeline. Es normal tener miedo.
Levantó la mano y le tocó la barbilla, obligándola a levantar la cabeza. Su tacto era duro y autoritario, como si ya lo hubiera decidido todo por ella.
—¿Te das cuenta de que esta noche voy a llevarte? —dijo, con la voz aún más baja y peligrosa.
Sus ojos se abrieron de par en par y sintió que se le escapaba la sangre de la cara. Intentó retroceder, pero él le agarró la barbilla con más fuerza, sin darle ninguna posibilidad de escapar.
—Por primera vez perteneces a un hombre —continuó él, con palabras lentas, cada una de las cuales iba dirigida a su mente—. —Y no soy de los que lo hacen con delicadeza.
Ella quiso protestar, decir algo, pero no pudo. Le falló la voz. Su cuerpo pareció congelarse bajo su mirada, incapaz de resistirse a su certeza depredadora.
Le soltó la barbilla y retrocedió un paso, como dándole un respiro.
—Quítate el vestido —le ordenó con un tono llano pero impaciente.
—Yo... —empezó ella, pero él la interrumpió—.
—Ya.
Su voz fue como un golpe. Sintió que las manos le temblaban. Sus dedos se crisparon al tocar el corsé. Dudó, esperando que él dijera algo más, que suavizara sus palabras. Pero Rafael no se movió, su mirada la quemaba y la obligaba a obedecer.
Sus dedos no le hicieron caso mientras intentaba desatar el cordón. Sintió el aire frío de la habitación penetrar bajo la tela mientras el vestido se deslizaba por su cuerpo, lo agarraba y lo apretaba. Adeline quiso darle la espalda para esconderse de su mirada, pero Raphael se acercó.
—No —su voz era casi un susurro, pero cortaba como un cuchillo—. —Mírame a mí.
Ella se quedó paralizada. Sus manos se detuvieron en el cordón y levantó los ojos, encontrándose con los suyos. Aquellos ojos eran tan oscuros como una noche sin luna y no había piedad en ellos, solo su voluntad que la consumía por completo.
Cuando el vestido finalmente se deslizó hacia abajo, dejando al descubierto su esbelto cuerpo cubierto por la fina camisa, sintió que se le ponía la piel de gallina. No sabía si era el frío o su mirada.
Rafael se acercó y le tocó el hombro con la mano, primero suavemente y luego de forma insistente. Deslizó la palma de la mano hasta la cintura de ella con un tacto cálido, pero decepcionante.
—Eres frágil —dijo con una extraña mezcla de admiración y burla. —Pero eso no te salvará.
Sus dedos se cerraron en torno a su cintura y la acercó. Sintió su aliento en la cara, caliente y denso, como la atmósfera de la habitación.
—Recuerda esta noche, Adeline —dijo él, con voz más tranquila, casi suave—. —Es el comienzo de algo que solo me pertenece a mí.
El aire de la habitación se hizo más denso, como si la propia casa contuviera la respiración, observando lo que ocurría. Adeline estaba de pie frente a Raphael, con los hombros encorvados y la mirada desviada entre él y los rincones semioscuros de la habitación, como un animal acorralado. Pero sabía que ningún escondite la salvaría del hombre que tenía delante: demasiado seguro de sí mismo, demasiado fuerte, demasiado dominante.
Rafael saboreó este momento, el momento en que ella se daría cuenta de que estaba en su poder.
—Veo que sigues resistiéndote —dijo, deteniéndose detrás de ella—. Su voz era grave, aterciopelada, pero contenía acero.
—Yo no... —tartamudeó ella, sintiendo que se le cortaba la respiración.
—¿No eres...? Su voz, cercana e incluso envolvente, la hizo estremecerse.
Deslizó los dedos lentamente por su espalda y el contacto hizo que su cuerpo se tensara como una cuerda al límite.
—¿No sabes qué responder? Sus palabras sonaron como un desafío y ella sintió cómo el calor le quemaba la cara.
Sus dedos tocaron la fina tela que aún cubría su cuerpo y tiraron de ella lentamente. La tela se deslizó suavemente como una cascada de seda, dejándola al descubierto bajo su mirada.
Adeline cerró las manos en puños, sin saber por dónde escapar de la sensación: el frío de la habitación, el calor de sus ojos, su propia confusión. Le ardía la cara y notaba que la piel le ardía bajo su mirada.
Rafael la rodeó y volvió a encontrarse frente a ella. Levantó la mano y le pasó un dedo por la barbilla, obligándola a levantar la cabeza. Su mirada se encontró con la de ella y Adeline se dio cuenta de que ya no podía apartar la vista. Había algo antiguo, algo primitivo en aquellos ojos oscuros y ardientes.
—Eres hermosa —dijo en voz baja, pero su voz tenía una franqueza áspera que la hizo sentirse completamente desnuda hasta los huesos—, pero creo que ya lo sabes. Siempre me quedo con las más bellas. Para mí.
Sus palabras la hicieron estremecerse. No por placer, sino por la calma y seguridad con la que lo dijo, como si ella le perteneciera por derecho.
—No te pertenezco —dijo ella, tratando de poner al menos algo de confianza en su voz.
Él sonrió, pero no había alegría en su sonrisa. Era el gesto de depredador y perezoso de un hombre que ya había ganado.
—Te equivocas —dijo en voz baja, acercándose lentamente. Su cálido aliento le rozó la cara y luego el cuello. —Aquí todo me pertenece. Todo.
La cogió de la mano y la arrastró consigo. Adeline sintió los dedos de él alrededor de su muñeca, fuertes pero no ásperos. Le levantó la palma y se la apretó contra el pecho, donde ella sintió el ritmo acompasado y poderoso de su corazón.
—Y tú también —dijo él con voz más baja, casi un susurro, pero con una confianza tan innegable que a Adeline se le cortó la respiración de nuevo.
Sintió que su cuerpo empezaba a ceder a aquel poder, aunque su mente seguía resistiéndose. No era su voluntad. Era su poder. Un poder del que era imposible escapar.
Levantó la mano y le pasó los dedos por la línea del cuello y luego por los hombros. Su tacto era lento pero seguro, como el de alguien que sabe exactamente lo que hace. La acariciaba, pero al mismo tiempo la esclavizaba, la subyugaba.
—Esto va a doler —dijo de pronto, con una mirada más profunda y oscura—. —Lo entiendes, ¿verdad?
Ella se quedó paralizada, con el corazón apretado en el pecho.
—No... —empezó a decir, pero el dedo de él estaba en sus labios, silenciándola.
—Shh —dijo él con voz apenas audible—. —Ya te acostumbrarás. Solo es la primera noche.
Sus palabras, tan tranquilas, sonaron como una sentencia en sus oídos. No sabía qué sentir: miedo, rabia o resignación. Solo sabía que no había escapatoria.
Rafael volvió a inclinarse hacia ella y sus labios rozaron su cuello, calientes e insistentes. Ella cerró los ojos, sintiendo cómo su cuerpo respondía a esas caricias, aunque su mente le gritara que se resistiera. Y entonces él se apoderó de su boca. Con fuerza, con avidez, de modo que sus ojos se oscurecieron y todo su cuerpo tembló. El beso le hizo doblar las rodillas y pareció llenarla de algún tipo de veneno que la envenenó por completo y la sumió en una absoluta sumisión.
En ese momento se dio cuenta de que esa noche le pertenecería por completo. Su voz, su voluntad, sus miedos... todo era inútil frente al poder absoluto de él.
Rafael no le pidió permiso, no le dio tiempo para acostumbrarse. Su beso fue estremecedor, lleno de una certeza incuestionable, y no le dejó espacio para pensar. Sus labios tocaron los suyos como si ya supiera lo que le gustaría, como si pudiera sentir cada temblor, cada resistencia y volverse contra ella.
Sus manos la sujetaban con fuerza, pero sin brusquedad. La acercaba a él como si ya le perteneciera por completo.
Ella intentó apartarse, pero fue un intento patético y casi ridículo. Sus manos se deslizaron hasta su cintura y la mantuvieron quieta, pero sus movimientos estaban demasiado calibrados para parecer casuales. Sabía lo que hacía y cómo utilizar cada vacilación en su contra.
—Estás muy tensa —dijo casi como un susurro, y se apartó un poco para mirarla a la cara. En sus ojos brilló algo que podría haber sido burla, pero también parecía certeza absoluta. —Mejor entrégate a mí, relájate y no será tan aterrador.
Su voz era cálida y helada al mismo tiempo, como un veneno que se extiende lentamente. Ella no respondió, se limitó a mirarlo en silencio, sintiendo que se le estrechaba la garganta por una vaga mezcla de miedo, confusión y algo más que no podía nombrar.
Rafael le pasó los dedos por la línea del cuello, deteniéndose en la clavícula, sin apartar la mirada de sus ojos.
—Tienes que entender una cosa —su voz era firme, pero cada entonación cortaba como un cuchillo—. —Aquí nada depende de ti.
Sus palabras eran ciertas. Ella lo sabía. Todo el día, toda la noche, todo había conducido a este momento. Este matrimonio no era una unión entre iguales. Ella formaba parte de su plan, de su juego, de su vida, en la que ella apenas era la figura central. Y eso era especialmente evidente ahora.
Cuando volvió a inclinarse hacia ella, sus labios rozaron el lóbulo de su oreja, el calor de su aliento abrasó su pómulo y el contacto hizo que su cuerpo se tensara, pero no por miedo, sino por algo más complejo. No sabía qué la asustaba más: su poder o su propia reacción ante su presencia. La hipnotizaba, esclavizaba su voluntad, hacía que se le retorcieran las entrañas y que las mariposas revolotearan en su bajo vientre.
—No va a ser fácil —continuó él, con los labios tan cerca de su oído que ella sintió cómo exhalaba las palabras y estas parecían fundirse en su mente. —Y no voy a ponértelo fácil. Tu transformación en mi mujer...
—Rafael —su voz sonaba entrecortada y no sabía qué quería decir.
Él se detuvo, enarcando ligeramente una ceja, y su mirada se volvió más aguda.
—¿Vas a pedirme que pare? Sus palabras fueron tan directas como un puñetazo, pero no había ni una pizca de compasión en ellas.
Ella volvió a guardar silencio, consciente de que sus palabras no cambiarían nada. Rafael se movía despacio, pero no le dejaba elección. Cada movimiento que hacía formaba parte de un juego cuidadosamente calibrado que él siempre ganaba.
—Entonces, acéptame —añadió con voz más baja, pero en aquel silencio había más fuerza de la que ella podía imaginar.
Rafael volvió a rozarle los labios, pero aquel beso era diferente. En él no solo había poder, sino algo más. Algo oscuro y depredador, pero no menos hipnotizador. La estaba consumiendo, como si quisiera apoderarse de su voluntad, resistencia y dudas. El beso le hizo temblar las piernas y se sintió mareada. Sentía que caía hacia un abismo.
La cogió en brazos y la llevó a la cama.




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