Rafael se adentró en el bosque, sus pasos casi silenciosos, pero eran fuertes, una voluntad contenida, como la de un depredador que se prepara para saltar. La noche le abrazó con sus frías manos, y él se sintió parte de aquella oscuridad. Un ligero viento corría entre las copas de los árboles, como el susurro de un mundo antiguo, olvidado hacía mucho tiempo. El bosque era su territorio, su hogar, su santuario, donde podía ser quien realmente era: una bestia desprovista de limitaciones humanas.
El aire era fresco, olía a tierra húmeda, a hojas caídas y a algo más, casi inasible, que agitaba sus sentidos agudizados. Rafael lo inhaló profundamente, como si tratara de disolverse en su entorno. Dejó que la bestia que llevaba dentro cobrara vida, sintió que sus músculos se tensaban, que la sangre corría por sus venas con renovado vigor.
Se movió con confianza, cada músculo tenso como una cuerda, cada paso medido. El silencio de la noche era su aliado, cada movimiento de los árboles, cada crujido de la hierba era como parte de una sinfonía que conocía de memoria.
Pero incluso aquí, en la paz y la tranquilidad, su mente no estaba libre. Sus pensamientos volvían una y otra vez a Adeline.
Su olor. Llegó de repente, como siempre. El recuerdo era tan vívido que se detuvo, apretando los dedos con fuerza como si quisiera suprimir la debilidad que sentía.
Aquel día había sido soleado. Acababa de regresar al clan tras otro consejo con los demás lobos. Estaba aburrido, pero de repente su mundo cambió. Había un aroma en el aire: dulce, tentador, con sutiles notas de frescor y... sangre.
Le pareció que el mundo se detenía en ese momento.
Inmediatamente se dio cuenta de que el olor no era normal. No era lobuno, pero tampoco era simplemente humano. Era un olor que atravesó su mente e hizo que su corazón se detuviera por un momento. Rafael sintió que la bestia que llevaba dentro se agitaba, recelosa, como si acabara de percibir una presa que era algo más que un objetivo.
Y entonces la vio.
Una niña pequeña. Su pelo brillaba al sol y corría por el claro, riendo. No parecía tener más de seis o siete años, y no había nada inusual en ella, excepto ese olor. Era un error, una incoherencia, algo que le hacía preguntarse.
«¿Una niña humana?» - No podía creerlo en ese momento. ¿Cómo podía ser humana su verdadera compañera?
La confusión lo recorrió. Rafael siempre había estado seguro de que su verdadera pareja sería un lobo, una parte fuerte e igual de su mundo. Pero esta chica era tan frágil como una figura de porcelana, una completa extraña en su mundo de sangre, bestias y luz de luna.
Sin embargo, no podía apartar los ojos de ella.
La observaba desde lejos, escondido tras los árboles, atento a cada uno de sus movimientos. Era una niña, y eso le produjo una extraña sensación de... irritación. Era demasiado pequeña, demasiado débil, demasiado inapropiada. Pero su olor... incluso entonces supo que no podría olvidarlo.
Raphael sacudió la cabeza, volviendo a la realidad. El bosque estaba en silencio, y sólo el débil sonido de su respiración perturbaba la quietud.
Ahora, años después, podía oler el mismo aroma cada vez que estaba cerca de ella. Pero ahora era más profundo, más pleno, como un buen vino al que sólo el tiempo había beneficiado.
Este olor lo alimentaba todo: la bestia, el hombre, el alfa. No era sólo un olor, era un desafío. Ese olor decía: «Intenta ignorarme. Intenta no sentirme».
Raphael sonrió para sí mismo mientras se adentraba en el bosque. Sus sentidos se habían agudizado, pero en lugar de cazar, volvía a pensar en ella.
Sabía que Adelaine era una debilidad que no debería estar en un alfa. Su fragilidad, su humanidad, iban en contra de todo lo que había conocido sobre el mundo. Pero también sabía que ella le pertenecía. Su sangre, su olor, su destino, todo estaba ligado a él.
Raphael siempre había sido un depredador, alguien que tomaba lo que necesitaba sin cuestionarlo. Pero ella... ella provocó algo más en él. Un deseo no sólo de poseer, sino de proteger.
Lo irritaba. Le enfurecía.
- Una chica humana», murmuró para sí, con un toque de sarcasmo.
Pero incluso mientras lo decía, sabía que no renunciaría a ella. La bestia que llevaba dentro lo sabía.
Rafael se detuvo al borde de la colina que dominaba la finca. Su respiración era tranquila, como si ni siquiera estuviera cansado.
Sus pensamientos seguían girando en torno a ella, incluso aquí, en medio de la oscuridad de la noche. Su imagen se presentaba ante sus ojos: su mirada obstinada, sus rasgos delicados, su debilidad que la hacía aún más seductora.
Sonrió, pero su mirada se ensombreció.
«No dejaré que huyas, Adeline. Eres mía. Sobre todo después de nuestra noche juntos... Todavía tengo que demostrarte cómo puedo estar contigo y lo que puedo darte».
Con esas palabras se dio la vuelta y volvió a adentrarse en la oscuridad del bosque, dejando tras de sí sólo las huellas de sus pasos y el débil olor de la bestia.
***
Rafael estaba acostumbrado a observar. Era parte de su naturaleza, parte de su poder como alfa. Ser capaz de ver sin ser visto, ser capaz de esperar cuando otros perdían la paciencia. Pero observar a Adeline era diferente: complejo, agonizante y extrañamente seductor.
Su interés por ella había comenzado en el momento en que su olor lo recorrió por primera vez, dejando una marca indeleble en su mente. Se había convencido a sí mismo de que sólo era una debilidad temporal, un capricho del destino que podía ignorar. Pero cuanto más crecía Adeline, más difícil le resultaba apartar la mirada.
Rafael la vio crecer, sus rasgos se afinaban, su sonrisa infantil daba paso a algo más complejo, más penetrante. Ella cambiaba, pero sus ojos siempre eran los mismos: demasiado profundos, demasiado expresivos para un ser humano. En esos ojos veía el reflejo de algo más que juventud.