Adeleine estaba sentada en el suelo junto a la cama, abrazándose a sí misma como si ese gesto pudiera protegerla de la realidad que ahora la envolvía por completo. La habitación, con sus muebles lujosos y su decoración ostentosa, se sentía como una jaula dorada. Los patrones dorados en el papel tapiz y el suave brillo de las telas de brocado, que antes habrían despertado admiración, ahora parecían huecos, como un adorno vacío que ocultaba la oscura verdad en la que había sido arrastrada.
Sus pensamientos revoloteaban como polillas atrapadas alrededor de una llama, amenazando con quemarla. No podía dejar de pensar en Rafael, en sus palabras dominantes, en su firmeza cuando le dijo que le pertenecía. Cada vez que recordaba esa afirmación, sentía cómo algo se apretaba en su pecho, como si ese mundo de sombras, ojos animales y lazos malditos la aplastara, destruyendo todo lo que había sido su antiguo yo.
Tenía miedo. Miedo de abrir la puerta y verlo. Su mirada fría, esos ojos verde brillante que parecían atravesarla, desnudándola por completo. Rafael era demasiado fuerte, demasiado peligroso, y ella se sentía como un ratón que acababa de darse cuenta de que un depredador lo acechaba.
Cada golpe en la puerta hacía que su corazón se detuviera por un instante. Los sirvientes dejaban comida, a veces en silencio, depositando la bandeja frente a la puerta, a veces intentando hablarle, pero ella no respondía. No podía confiar en ellos. ¿Acaso no eran como él? Igual de depredadores, igual de salvajes.
En un momento, escuchó pasos pesados tras la puerta. Su corazón empezó a latir con fuerza, como un martillo golpeando dentro de su pecho. Contuvo la respiración, temiendo escuchar su voz, pero, en lugar de eso, un tono cortante y helado rasgó el silencio:
— Abre la puerta.
Adelaide se estremeció, pero no se movió. Su instinto le gritaba que no obedeciera.
— ¿Crees que puedes ignorarme? — continuó la voz de doña Isabel, cargada de un veneno sutil pero mortal. De repente, la puerta se abrió de golpe. La ama de llaves entró sin pedir permiso, como una sombra que se infiltra en la luz de la habitación.
Doña Isabel, con su vestido negro y su rostro tallado en piedra, la miró con una frialdad que helaba los huesos. Era la encarnación de todo lo que hacía esa casa tan ajena, tan aterradora.
— Te quedas aquí sentada como una niña estúpida, — dijo con desprecio, apretando los labios en una línea rígida. — ¿Crees que eso cambiará algo?
— Váyase, — susurró Adelaide, pero su voz tembló.
— ¿Irme? — Isabel inclinó la cabeza ligeramente, su mirada perforando a la joven. — Eres tú quien debería irse. Estás aquí por accidente. Eres una extraña. Y siempre lo serás.
Esas palabras la golpearon como una piedra. A duras penas levantó la mirada hacia Isabel, buscando algún atisbo de humanidad en su rostro, pero no encontró nada más que hielo.
— Estoy aquí porque su amo así lo quiso, — respondió, tratando de infundir firmeza en su voz, pero esta volvió a quebrarse.
— ¿Amo? — Doña Isabel dejó escapar una risa sarcástica, cortante como una navaja. — ¿De verdad crees que eso te hace parte de este mundo? Eres un capricho. Un juguete temporal que puede desechar cuando le plazca. Nunca serás una de los nuestros. Siempre serás una extraña.
Esas palabras se clavaron en el corazón de Adelaide como veneno, extendiéndose por sus venas. Quiso responder, pero no pudo. Dentro de ella, el enfado empezaba a crecer como un río turbulento, pero algo la retenía.
— ¿Por qué me odia tanto? — finalmente preguntó, su voz cargada de dolor y cansancio.
Doña Isabel la miró con una expresión que contenía más desprecio que odio.
— Porque eres débil, — dijo, como si fuera el hecho más obvio del mundo. — Esta casa, este mundo, no son para alguien como tú. Te romperás, como las que vinieron antes que tú.
Isabel se giró hacia la puerta, pero antes de salir, se detuvo y miró por encima del hombro una última vez:
— ¿Crees que eres especial? Ha habido muchas como tú. Todas se marcharon de aquí rotas. O no se marcharon en absoluto.
La puerta se cerró tras ella con un suave clic, pero sus palabras permanecieron en la habitación como un espectro, pesado y opresivo. Adelaide sintió cómo su corazón se llenaba de nuevo de dolor, de rabia, pero también de una extraña determinación.
Lentamente, se puso de pie y se acercó al espejo. Su rostro seguía pálido, sus ojos rojos por las lágrimas. Pero en lo profundo de su reflejo algo había cambiado. No veía solo a una chica rota. En algún lugar, detrás del dolor y el miedo, había una chispa.
"Jamás serás una de los nuestros."
Esas palabras resonaban en su mente como un desafío.
— Ya veremos, — susurró a su reflejo. — Ya veremos quién se rompe primero.