La noche seguía siendo densa, como si el propio aire estuviera cargado de algo viscoso e impenetrable. La oscuridad más allá de las ventanas parecía más profunda de lo habitual, y cada crujido de las viejas tablas del suelo resonaba en el silencio como una advertencia. Adeleine no podía dormir. Sus pensamientos vagaban como fantasmas perdidos, chocando contra las paredes y rincones de su mente. Pero no era solo la inquietud lo que se había instalado en su pecho.
Algo no estaba bien.
Estaba tumbada en la cama, pero tenía la sensación de que la casa había cobrado vida. Primero, percibió un sonido casi imperceptible, como si alguien caminara por el pasillo, pero los pasos eran demasiado suaves, casi irreales. Luego sintió que las paredes parecían vibrar con una energía sutil, como si la mansión respirara bajo el mando de una fuerza invisible.
Se incorporó de golpe, con el corazón martilleando en su pecho.
— Solo te estás imaginando cosas, — murmuró para sí, intentando sofocar el miedo que comenzaba a subir por su garganta.
Pero justo cuando pensó esto, escuchó un crujido. Suave, casi imperceptible, pero inconfundible. Era el sonido de alguien caminando sobre la grava.
Su respiración se detuvo.
Se levantó de la cama, tiró de una chalina para cubrirse los hombros y avanzó descalza hacia la ventana. El frío de la habitación le calaba la piel, y el suelo bajo sus pies era como hielo. Con cuidado, apartó un poco la cortina, apenas lo suficiente para poder mirar hacia fuera sin ser vista.
Lo que vio le hizo sentir cómo la sangre se helaba en sus venas.
Primero, distinguió las luces. Antorchas, su luz temblorosa rompía la oscuridad, lanzando sombras inquietantes sobre el suelo. Se movían como serpientes danzantes, siniestras y vivas. Después, su mirada se detuvo en las figuras que portaban esas antorchas. Sus rostros estaban cubiertos por máscaras, y sus cuerpos envueltos en capas oscuras que les daban una apariencia casi inhumana.
Pero lo peor estaba en sus manos.
Cada uno de ellos sostenía un arma que parecía salida de una pesadilla. Las empuñaduras de las espadas y las hojas de los arcos brillaban con símbolos extraños, runas que resplandecían con un tenue fulgor verdoso, como el de algo podrido. Las runas palpitaban, como si se alimentaran de la oscuridad de la noche.
Adeleine sintió un escalofrío recorrer su cuerpo y dio un paso atrás, aunque su mirada seguía atrapada en la escena. El grupo avanzaba hacia los portones de la mansión con una seguridad inquietante, como si supieran exactamente a dónde iban y a quién buscaban.
Lo que ella no sabía, lo que todavía no podía comprender, era el detalle más crucial: esas figuras estaban rodeadas de una energía que los hacía invisibles para los sentidos de los lobos. No emitían olor, no producían ningún rastro que pudieran detectar. Pero ella… ella era humana. Y por eso los había escuchado.
— ¿Quiénes son? — susurró, sin darse cuenta de que hablaba en voz alta.
Su corazón latía tan fuerte que tenía miedo de que se oyera en toda la mansión. Sus manos se aferraron al marco de la ventana mientras intentaba contener la creciente oleada de pánico que se agitaba en su interior.
Había algo en sus movimientos que era demasiado decidido, demasiado certero. Esas personas no estaban allí por casualidad. Sabían exactamente a dónde iban y lo que buscaban.
El sudor frío cubría sus palmas. Miró nuevamente las armas que portaban y sintió que el aire alrededor de ella parecía vibrar con una especie de amenaza latente. Eran armas diseñadas para destruir algo. O a alguien.
De repente, los recuerdos de los ojos de Rafael, su mirada depredadora y la fuerza que intentaba ocultar bajo su fachada de hombre seguro, se filtraron en su mente. Las palabras que le había dicho sobre su verdadera naturaleza resonaron en sus oídos.
Y entonces lo entendió.
— Vienen por él, — exhaló con un hilo de voz.
Sus manos temblaban mientras soltaba lentamente la cortina y retrocedía. Quería correr, esconderse, olvidar todo lo que acababa de presenciar. Pero algo dentro de ella la mantenía fija en su lugar. Una extraña sensación, una mezcla de miedo y rabia, comenzaba a arder en lo más profundo de su ser.
Retrocedió otro paso, chocando su espalda contra la pared fría. Era como si incluso la casa estuviera encogiéndose a su alrededor, preparándose para lo que estaba a punto de suceder.
Adeleine sabía que no podía quedarse en su habitación. Sus pensamientos eran caóticos, exigiendo acción. No sabía exactamente qué hacer, pero una cosa era segura: no podía quedarse de brazos cruzados.
Las sombras fuera de la ventana se movían más rápido. Los hombres con antorchas se detuvieron frente a los portones, y uno de ellos alzó la mano, como si estuviera dando una orden. Su voz era áspera, pero las palabras eran ininteligibles para ella.
Sin embargo, una cosa era clara: habían venido a destruir todo lo que estaba detrás de esos muros.
Dentro de ella, algo hizo clic, como el sonido de una cerradura al abrirse. No podía seguir siendo una víctima pasiva, atrapada en una jaula.
Reuniendo toda su voluntad, Adeleine se giró y corrió hacia la puerta. Sus pies descalzos apenas hacían ruido sobre el suelo, mientras su corazón palpitaba con tal fuerza que temía que fuera a explotar.
Sabía que el tiempo se estaba agotando. Y sabía que esa noche cambiaría todo.