Cada vida está marcada por sus propios demonios. Cada cual tiene cosas y hechos que superar, continuando por el mismo camino inevitable de todo ser finito.
Pero, a veces, alguien se encuentra con un hecho que arranca una parte de sí mismo que, por más que se esfuerce, nunca logra recuperar.
Eso ocurrió con Rima Hold.
La última vez que vio a Zaril, su ángel, éste llevó consigo una parte importante de su corazón.
Desde entonces, Rima continuó su vida con un murmullo en el fondo de su corazón, que le pedía un fin. Anhela profundamente dejar de sentir, aplacar finalmente ese profundo dolor que no la dejaba ni en sus mejores días.
¿Por qué?
Había perdido a otros antes, seres queridos que pasaron mucho más tiempo que él a su lado.
¿Por qué él?
Tiempo después había encontrado a una persona maravillosa, que le daba luz ahí donde su vida se había sumido en oscuridad... pero no sentía del todo lo que había sentido con Zaril. No estaba esa agradable sensación, que solo una de sus miradas era capaz de provocar.
¿Es porque no es humano?
Debía ser eso, ¿verdad? No concebía una explicación más racional que aquello para tanta emoción... por alguien a quien en realidad nunca conoció.
Los meses se convirtieron en años, y, como naturalmente suele ocurrir en una relación monógama, sus lazos se afianzaron. Más pronto que tarde, el fuerte sentimiento entre ella y aquel que finalmente pudo amar por -aparentemente- completo, dio sus frutos. Poco a poco, en medio de ese ritmo tan acelerado y lento de la raza humana, su vida transcurrió hacia el inevitable fin.
No fue hasta que se hallaba en su lecho, con su anciano cuerpo aferrándose a la vida que escapaba por fuerza natural, que se permitió recordar esa tarde.
Había puesto su corazón por sobre cualquier miedo, esperando que Zaril supiera cuidar de él.
Vaya absurdo, pensó, viendo con los ojos de un alma más madura, algo que siempre debió ver; La lucha interna que esos ojos le habían mostrado, y que terminó cuando abrió la boca para destruir sus lazos.
—No. No siento nada por ti que te haga diferente a los demás humanos. Eres y siempre serás a mis ojos lo mismo que ella —Señaló a la mujer que se acercaba a la parada—, o él. —Señaló a un hombre que pasó en bicicleta al otro lado de la calle—. Meros humanos. Ni siquiera eres la única que puede ver a los de mi clase.
El pecho de Rima ardió con una mezcla de dolor y rabia, que nunca antes o después había sentido. Simplemente fue incapaz de mantener unidos los pedazos que él desgarró con cada palabra. Y mucho menos fue capaz de ver el dolor que su rostro reflejo cuando las lágrimas gotearon de sus ojos, y dio un paso hacia ella.
Pero Rima dio media vuelta y corrió, alejándose con su herido corazón entre temblorosas manos.
Ahora podía recordar aquella expresión, una expresión tan humana en el rostro de Zaril.
La niña en su corazón quería odiarlo, durante años trató de odiarlo... pero fue imposible. Mientras más lo intentó, más le recordaba, y ello la llevó a dejar de intentarlo.
Quería creer que él la observaba, pese a nunca volver a verlo, tenía la absurda y egoísta esperanza de que él hubiese estado cerca, pendiente de ella. Quería creer que aquellas palabras talladas en su pecho eran falsas, cosas que nunca habría dicho... de haberle querido.
Ahora, visto en perspectiva, no podía culparle de haber sido tan duro. Viendo como había resultado todo, la felicidad que consiguió pese al dolor y la pérdida, pese a las carencias y soledad de un principio, había sido una buena vida. Tuvo un esposo que la amo, unos hijos maravillosos que la amaron y llenaron de orgullo, nietos y bisnietos que le demostraban no haber vivido en vano.
Quizá él..., negando, comenzó a toser, sintiendo que el aire le faltaba. Una enfermera corrió hacia ella, ayudándola a recuperar el aliento.
Lo que no sabía, y que era mejor de esa forma, fue que Zaril, al verle partir con el corazón destrozado, fue incapaz de seguirla por más de una razón. Primero, un potente ataque de tos lo hizo retorcerse de dolor, cayendo a la dura acera. Dolor corporal, algo que nunca había sentido y que no podía ser verdad. Luego, sumándose al pesado vacío que significó lastimarla, un fuerte azote en toda su columna quemó como lava cada átomo de su ser.
Ella no tenía forma de saber nada, pero... mientras sus seres queridos entraban para despedirse, ella vio dos figuras que nadie más parecía notar... excepto, su bisnieta Risa. La pequeña, casi una réplica de cómo Rima solía verse a esa edad, no podía apartar la mirada de esas figuras.
Conocedora de esa sensación, de aquella visión de la vida que pocos comprenden, llamó a Risa, pidiendo con sus últimos alientos que acercara su oído.