Alianza de sombras

1

“Mentir a los demás es un arte político. Mentirse a uno mismo es un acto de supervivencia.”

⚔️

Darían:

Las trompetas retumbaron en los muros del palacio, su sonido tan afilado como el filo de una guillotina. Me acerqué al balcón, los dedos tensos sobre el mármol, mientras abajo se arremolinaba un mar de rostros desconocidos: embajadores de cortes lejanas, señores de la guerra con cicatrices aún frescas, y el pueblo llano, hambriento de espectáculo.

Era la cuarta vez en mi vida que veía semejante multitud.

La primera, cuando se firmaron los Diálogos de Paz tras décadas de guerra.
La segunda, cuando se rompieron esos mismos acuerdos.
La tercera, cuando la Casa Grindawn dejó de ser solo una corte del norte para convertirse en la única.

Esa última no se menciona en voz alta. Pero todos saben que, tras la masacre de la familia de Soren, el norte ya no es un mosaico de reinos. Es un solo territorio. Solo las tierras altas permanecen con autonomía. Por ahora.

—El rey requiere de su presencia, joven príncipe —la voz de la señora Elyn, la mano derecha de mi madre, cortó mis pensamientos.

No me moví.

—No querrás llegar tarde y ofender a los invitados, ¿verdad, señor? —añadió, sonriendo con esos dientes que el tiempo había teñido de marfil viejo.

Sabía que, si lo hacía, mi padre me colgaría de los tobillos desde la torre.

Giré sobre mis talones. Elyn era mayor, su espalda ligeramente vencida por los años, pero aún caminaba como si el orgullo la sostuviera. Preferiría escupir sangre en los pasillos antes que admitir debilidad.

—¿Ella ya llegó? —pregunté, ajustándome el cuello del traje ceremonial.

—¿Quién? —fingió demencia, aunque sus ojos centelleaban con picardía.

—La señorita Grindawn.

—¡Ah! Su prometida —entonó, alargando la palabra como si le supiera amarga—. Aún no, mi señor.

No era raro. Soren siempre llegaba tarde a estas farsas.

La última vez que pisó este palacio, los susurros la siguieron como moscas tras un cadáver. “La Reina del Norte”, murmuraban. “La que estranguló a su tío con su propio cinturón de armas”. Pero yo la había visto devorar un durazno una vez, sentada en los jardines. Tenía el jugo pegajoso corriéndole por la barbilla y, por un segundo, no fue un monstruo. Solo una chica. Con los labios manchados de fruta.

—¿Hiciste lo que te pedí?

—Sí, señor. Lo dejé en su habitación.

—Perfecto. Y ahora, ¿mi padre?

—Esperando, con menos paciencia que de costumbre.

—Dile que estoy ocupado memorizando cómo no vomitar de los nervios.

Elyn bufó, pero justo entonces, un silencio repentino se apoderó del exterior.

Luego, un solo grito. Luego cien.

Corrí al balcón.

La multitud se había abierto como una herida.

Y en el centro, estaba ella.

Soren.

Vestida de negro. Sin joyas. Sin escolta.
Montando un caballo blanco como la nieve, con una espada al costado y una sonrisa que no llegaba a sus ojos.

Su sola presencia arrancó el aliento a la muchedumbre.

Su cabello era negro. No negro “oscuro”, no “ceniza”. Negro como el alquitrán. Como el vacío entre las estrellas.
Y sus ojos… Verdes. Pero no el verde apagado de los lagos helados. No. Verdes como una botella de ginebra sostenida al sol. Vibrantes. Intoxicantes. Peligrosos.

—Dioses… —murmuró Elyn detrás de mí—. Parece que viene a matar a alguien.

Y entonces, me miró.

Desde abajo, a través de treinta metros de aire helado, me miró.
Y supe, sin palabras, que lo que venía no era una boda.

Era guerra.




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