Narrador Omnisciente
Diez años
La vergüenza que sientes cuando el mundo te rechaza por ser menos, no es nada comparado con el dolor que causa una mirada de decepción de la persona que más amas.
Los amigos alphas de Austin se han reunido para emparejar a sus hijos según los respectivos intereses de cada manada. Todo estaba bien hasta que Ralph propuso una carrera hasta la cima de la montaña Scafell Pike.
Erik hace un gran esfuerzo por aferrar sus garras a las superficies rocosas; una de sus patas se desliza y aumenta el temor que siente, no solo por la gran altura en la que se encuentra, sino por la mala mirada que le dedica su padre.
Mientras él lucha por su vida, Austin planea la forma en que desatará su furia sobre la pobre Jane. En lugar de ayudarlo, todos permanecen expectantes, como aves de rapiña que vuelan alrededor de un león muerto.
Erik salta, pero su patita derecha no logra apoyarse en una roca cercana, ya que en el colegio se había lastimado jugando con sus amigos. Queda sosteniéndose con una sola pata delantera, y las otras dos no le sirven mucho para escalar.
«¿Qué hago? Todos se reirán de mí», entra en pánico. «Papá no me ayudará. Está enojado».
Justo en ese momento, su madre aparece frente a sus ojos; está en la cima de la montaña. Baja rápidamente hasta llegar a él, preocupada y sintiéndose la peor de las madres por no haber evitado semejante susto.
Austin aúlla con molestia. Se suponía que sería una reunión de padres e hijos. Jane debería estar en la mansión, con un bello vestido puesto, esperando la llegada de su esposo e hijo sentada a la mesa, tal y como él le ordenó. Tendría que ser una esposa obediente. Al menos eso es lo que él desea, y nadie pasa por encima de su autoridad.
Erik está a punto de soltarse y caer al abismo, aunque eso signifique morir a su corta edad. Prefiere eso antes que ver a su madre retorciéndose de dolor en el suelo, con moratones por todo el cuerpo mientras Austin la golpea sin piedad.
Jane abre la boca y se acerca al inocente mientras este se aleja cada vez más. Peor que cualquier cosa es el límite desconocido que su padre puede alcanzar cuando él o Jane no cumplen sus deseos.
“Ya pasó, bebé. Mamá está aquí”, expresa la mirada tierna de Jane después de morder ligeramente la cabeza de su lobezno y sacarlo de apuros.
***
El vestido adherido a su cuerpo le resulta molesto para correr; la tierra ha ensuciado los bordes de la tela y se ha tropezado en varias ocasiones. Convertirse en loba ya no es una opción; no permitirá que Austin la vuelva a ver desnuda, no para sentirse humillada escuchando insultos a su cuerpo.
Erik corre dándole la mano a su madre, con el corazón a punto de salirse por su boca. Las plantas de sus pies están lastimadas por las rocas del camino, pero continúa huyendo de Austin; su vida depende de ello.
—Falta poco, mi bebé. Estamos llegando —lo anima su madre, entre jadeos.
—¡Jane, detente ahora mismo! —gruñe Austin, cada vez más cerca de su esposa e hijo.
Tuvo que simular control frente a sus amigos cuando Jane salvó a Erik, dejándolo como un payaso, como un debilucho que no sabe criar a su hijo y es irrespetado por su mujer.
Se disculpó con sus amigos y los invitó a reunirse en otra ocasión; ahora es momento de sacar su ira.
Llegan a la mansión. Jane y su pequeño suben las escaleras, con Austin tras sus pasos y varios empleados observando la escena sin hacer nada porque entre marido y mujer nadie se debe meter.
—¡Erik! Ven aquí —brama Austin con postura amenazante. Al llegar al piso superior, su esposa e hijo ya están refugiados en la habitación del pequeño. —¡Lárguense todos! No hay nada que ver —les ordena a los chismosos que lo rodean.
Da un par de zancadas hasta la puerta de Erik y comienza a azotarla.
—¡Abre la puerta, Jane! —sus golpes en la puerta crean un gran eco en la recámara. Erik abraza a su madre con lágrimas en los ojos—. ¡Abran o les irá peor a ambos!
Uno de los licántropos del personal de seguridad se aproxima a él con temor y algo de inseguridad. Controlar las entradas y salidas de la mansión es primordial, en especial con todos los enemigos que tiene Austin dentro y fuera de la manada.
—Al-alpha —los nervios lo hacen tartamudear—. ¿Nos vamos ya? Nuestro turno aún no termina; son las diez de la noche.
Austin interrumpe su escándalo y taladra con la mirada al guardia.
—¡Fuera todo el mundo! —el pobre licántropo dio tal respingón que tuvo que apoyarse en la pared para no caerse—. Están despedidos. ¡Lárguense!
El muchacho se va, dejando la mansión únicamente habitada por el psicópata del alpha oscuro, una Jane pálida por los nervios sollozando con su hijo en brazos en el interior del clóset.
—¡Abre de una vez, Jane! —golpea la puerta con mayor rabia—. Son tal para cual. Disfrutan humillarme —otra embestida hace que la puerta se tambalee ligeramente.
Con cada impacto aumentan los crujidos y la madera se agrieta.
—Mamá, quiero irme de aquí —le susurra Erik a su madre, sorbiendo sus mocos—. Vámonos, mamá. No quiero vivir con él.
—Nos iremos, cariño. Lo prometo —afirma con los ojos hinchados; el sentimiento de culpabilidad la está matando—. Saldremos en cuanto se marche tu padre —desliza su pulgar por el rostro del lobezno para eliminar una lágrima.
—No —niega con la cabeza—. Él no es mi padre.
Las garras afiladas del alpha dejan marcas profundas en la madera; las astillas vuelan por el aire, las grietas se extienden y una de las bisagras se rompe. Un último golpe provoca que se desprenda por completo. La puerta cae al suelo rompiéndose en varios trozos.
Austin entra a la habitación infantil en la que pretende dejar huellas de su siguiente hazaña.
—Primero te romperé la mandíbula. ¿Escuchaste, Jane? —Austin se acuclilla para ver bajo la cama—. Después le haré una cicatriz muy bonita a tu hijo en el rostro, para que aprenda a respetar —abre la puerta del baño y simula continuar su búsqueda; sabe que sus víctimas se ocultan en el clóset, su olfato no lo engaña. Pero le parece más interesante el juego del gato y el ratón si les sigue la corriente.
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Editado: 20.01.2025