Narra Grecia Kirchner:
Encerrada en una casona repleta de desolación y de siluetas que vagaban por los pasillos consumiéndome, podría jurar que la casa estaba más que embrujada. Oh, quizás sea mi ser que andaba perdiendo la cordura, eso explicaría la constante voz meliflua que me incitaba a deambular por los corredores, vislumbrando sujetos encapuchados adentrarse al laberinto. < ¿Producto de mi imaginación? > suspiro arrugando la nariz, el corazón se me quería salir de ubicación.
Encaminada a llegar a las escalinatas, mis pies se petrifican ante el chirrido de una puerta que se había cerrado con anticipación. Parpadeo paulatinamente, pretendiendo descifrar la confusa entidad que se desplazaba entre la escasa luz. Por lo que enciendo una lámpara cercana, notando desafortunadamente la puerta cardinal abierta, ensuciando el recibidor de hojarascas; En protesta retorno a cerrarla, cuando algo pesado se posa sobre mis hombros. Era frío, seco, áspero y con olor a putrefacción. Temblorosa y totalmente aterrada, gimo, las palabras no me brotaban. Tenía un grito ahogado que costaba emerger. Y entonces lo observo, sangre empapando mis vestiduras.
—¿Qué hacéis despierta? — retrocedo crucialmente aterrada, manteniéndome inmóvil sobre la pared. Roxana exhalaba recóndito, reservándose la reprimenda. A conciencia que mis sucesos de pánico eran cada vez más habituales. — A tu posada. — asiento analizando mi ajuar, no había manchas carmesíes en él.
Las cortinas se recorren abruptamente, atacándome destellos de luz en el rostro. Pasos desconocidos me obligaron a adquirir asiento sobre la cama, jadeante. Presenciando una doña de cabello ondulado escarmentar en el ropero.
—¿Quién eres? — entre saltitos, silva sonriente mostrando su hilera de dientes perfectos.
—Maribel, a su merced señorita. — descubre una varita mágica, invocando el desayuno en la mesita de noche. — bañarse joven, le auxiliare en su vestimenta. — enseña un ostentoso vestido color celeste. — usted no puede permitirse estar en esas fachas, príncipes frecuentan la mansión. — < ¿De donde salió esta demente? > Entre tantos individuos existentes, un hada o lo que sea que fuese, tenía que vestirme.
Pálida, comprimida, recostada y escasa de oxígeno, Maribel me desamparó en la terraza, sintiéndome a morir de apoco. Ni siquiera la espalda esculpida de Eduardo Lemoine que se revelaba centralizada, sombreando el horizonte con gran entusiasmo, me sosegaba. Aunque de cierta forma se olfateaba un encanto que no perduró. Puesto que el príncipe achino sus ojos en exasperación hacia mi localización, lo importunaba de cierta manera. < ¿Tenía alguna contrariedad conmigo? > Siempre prescindía ante cualquier contacto ante mi persona. Sintiéndome relativa a un perro sarnoso, huérfano y debilucho.
—¿Sarnosa? —cuestiona el varón encaminándose en mi dirección con una seriedad que anulaba apasionamientos, remplazándolos por pusilanimidad incontenible. — atolondrada medito el hecho de que todos los rumores sobre los vampiros eran reales.
—¿Ustedes leen pensamientos?
—Tú eres la excepción. Posees un extraordinario control mental. Solo permites visualizar lo que tú quieres que los demás perciban. Haciéndome imposible filtrarme en tus sueños. —paraliza mi muñeca con poderío, su tacto flemático me atrajo a su torso como dos químicos reaccionando a una evidente explosión.
— ¿Porque me repudias? — relame sus labios, embrujándome con su fragancia masculina. Infundiéndome en esa demoniaca mirada asesina y agresora de males; Los dueños de la noche seducían a tal extremo que suplicarías que te desposaran rudamente.
—No te aborrezco, solo eres una bala descarriada tropezando contra hielo. —sonríe malicioso, inhalando mi aroma natural.
—¿Acaso no es lo mismo?
—Quizás, pero se puede solucionar. — ante un alfiler atravesando carne cruda, sus uñas penetraron mi piel, esparciendo una gota rojiza en mi torrente sanguíneo —¿No te acuerdas de nada? Te hare recordar. — recaigo sobre su cuerpo convulsionando, las imágenes paseaban velozmente cegándome momentáneamente. —Descubriré sus planes y veremos quien enfrentara la justicia. —Eduardo Lemoine era mi guardián, dispuesto a hurtar el rol paterno que tanto anhelaba, arriesgando su vida y brindándome todo su amor. < perdón por no recordarte, primer amor >