—¡Puje, mi reina, puje con todas sus fuerzas! —se oía al otro lado de la pesada puerta de roble.
El rey Samuel, de rostro severo y ceño fruncido, caminaba inquieto por el largo pasillo de mármol, con la cabeza baja y las manos entrelazadas detrás de la espalda. A cada paso, sus botas resonaban con un eco apagado en el amplio corredor. A lo largo del pasillo, varios soldados con armaduras relucientes y capas de un intenso dorado permanecían inmóviles. Sus pechos ostentaban la imagen de un dragón rojo que exhalaba una ráfaga de fuego negro. Eran conocidos como los Hombres del Fuego, los guerreros más diestros y leales del reino, cada uno un bastión de fuerza y devoción.
Entre ellos, se destacaban dos figuras: un hombre de cabello cano y rostro curtido por los años, y un joven que se asemejaba a él. El primero, conocido como el "Ala del Dragón", era el padre de la reina que pujaba en la cámara de parto y el consejero del rey, el segundo hombre más poderoso del reino. A su lado, su hijo, de apenas quince años, miraba con ojos llenos de ansias y miedo. Aunque su sueño era convertirse en el más grande caballero de todos los reinos, su padre anhelaba verlo seguir sus pasos como consejero real.
—Su alteza, debe calmarse, todo saldrá bien —dijo el Ala del Dragón con una voz que, pese a su intento de firmeza, dejaba traslucir un rastro de temor.
El rey lo miró brevemente y continuó su inquieto andar. El eco de su marcha llenaba el pasillo, mezclándose con los gritos de la reina que resonaban desde la cámara.
—¡Ya casi sale, mi reina, un poco más! ¡Veo la cabeza, un último esfuerzo! —la voz del curandero del reino, llena de urgencia, atravesó las paredes.
La reina lanzó un último grito desgarrador. Su voz, cargada de dolor y determinación, se extendió como un lamento por los corredores del castillo. Los soldados, entrenados para enfrentar el miedo y la muerte en batalla, sintieron un escalofrío recorrer sus espinas. Algunos se aferraron instintivamente a la empuñadura de sus espadas.
—¡Ha salido, mi reina! Está aquí, por fin, con nosotros —anunció el curandero, su voz exudando alivio mientras cortaba el cordón umbilical con un cuchillo de plata.
—Dime, ¿qué es? —preguntó la reina con un hilo de voz, agarrando el brazo del curandero con una fuerza sorprendente para su estado.
Pero la respuesta nunca llegó. La reina comenzó a jadear, su pecho subía y bajaba frenéticamente mientras luchaba por respirar. Sus ojos se abrieron de par en par, llenos de terror y desesperación.
—¿Qué es lo que le pasa, mi reina? —el curandero se apresuró a acercarse, el bebé aún en sus manos, cubierto de sangre y grasa.
—¡Necesito atenderla! ¡Está muriendo! —gritó, dejando al recién nacido sobre el pecho de la madre y corriendo hacia la puerta.
—¡Mi rey, su esposa! Entre deprisa... ¡creo que está muriendo! —El rey Samuel, al escuchar las palabras, sintió que el mundo se desmoronaba a su alrededor. Un día que debía ser de júbilo se tornaba en una pesadilla.
Sin esperar, abrió la puerta y entró precipitadamente en la cámara. Detrás de él, el consejero y su hijo siguieron sus pasos.
—¡Lluvia! —exclamó el rey al ver a su esposa con el bebé en sus brazos, amamantándolo. Por un breve instante, se permitió sentir esperanza. Si el bebé mamaba del pecho de su madre, ella debía estar viva.
Se acercó lentamente, cada paso cargado de incertidumbre. Tomó la pequeña cabeza del bebé, susurrándole con voz suave —Muy bien, come, debes estar hambriento. —Acarició el escaso cabello del recién nacido, aún pegajoso. Luego, tomó la mano de su esposa, sintiéndola fría como el mármol—. Lluvia, por favor, despierta —le suplicó, pero ella no reaccionó.
Acerco su rostro al de ella, besó sus labios fríos y levantó al bebé, envolviéndolo en su capa.
—Su alteza, ¿por qué mi hija no ha contestado? No es normal tener tanto sueño —preguntó el consejero, su voz rota por la angustia.
—Su hija ha muerto. Preparen el funeral, será en unas horas —dijo el rey, su voz llena de amargura y resignación.
El rey miró al curandero con ojos llenos de odio y desdén.
—Lo siento, mi rey. Todo iba bien, la reina simplemente... —el curandero no pudo terminar su frase cuando el rey lo interrumpió.
—¿Por qué hablas conmigo si no te he dado permiso? —El curandero tragó saliva, inclinándose en señal de disculpa—. ¿Por qué me pides perdón? ¿Acaso tu perdón hará que la reina vuelva de la muerte? —Lo miró fijamente durante unos segundos—. No es a mí a quien debes pedir perdón, es al padre de la reina, tu consejero. A pesar de que es mi deber proclamar un castigo, dejaré que él decida tu destino —volvió su mirada hacia el consejero, que seguía contemplando el cuerpo sin vida de su hija—. Acércate y despídete, no esperes mi autorización, es tu hija. Y después, haz lo que creas correcto para el curandero.
El curandero, aún agachado, temblaba ligeramente. Sabía que su destino probablemente sería la horca, frente a todo el pueblo. A pesar de sentir que no tenía culpa, entendía que su ejecución sería un acto de justicia en los ojos de los demás.
El rey, antes de salir de la habitación con el bebé en brazos, levantó la cara del curandero, mirándolo con firmeza a los ojos.
—Gracias por traer a mi heredero con bien —dijo con voz helada, y salió de la cámara, el llanto del bebé resonando suavemente en el aire cargado de tristeza y desolación.