Al día siguiente, Melisa se encontraba concentrada en el ajetreo de su trabajo en Fresde, con una fila interminable de clientes. No sabía si estaba aliviada, sin la presencia de Adrien. Tampoco estaba Amy, y la falta de compañía hacía que el día fuera un tanto monótono. Los únicos con los que podía interactuar eran los clientes, y no siempre era una conversación agradable.
Mientras tanto, Adrien estaba de pie en la entrada de la cafetería universitaria, esperando a que Rouse terminase de hacer el pedido de dos sándwiches. Se vería obligado a tragar esa comida inmunda por el bien de las apariencias, y eso no lo tenía particularmente entusiasmado.
Podría haberle contado la verdad, pero eso solo complicaría las cosas. Seguramente Rouse no lo soportaría, no sabía si esta mente sí se terminaría por quebrantar. Lo más probable era que sí, Rouse y Melisa eran cosas muy distintas. Aparte eso implicaría interferir con las relaciones personales de Melisa y, por mucho que ella temiera pensar que no podía confiar su palabra a un demonio, un pacto era sagrado para él y quería sostener su parte.
Cuando vio aparecer a Rouse de regreso con los dos sándwiches, le extendió uno, él le sonrió por cortesía, empezando a caminar hacia la biblioteca.
Notaba como Rouse trataba de acercarse innecesariamente mientras seguían el paso. No le dijo nada, igualmente no le molestaba, solo le complacía recordar que su sola presencia tenía ese efecto en los mortales.
— Te digo una cosa. No tienes mucho acento italiano —comentó Rouse.
Era cierto que había mentido con esa tontería al presentarse ante ella. Se le había pasado el detalle de mantenerla. ¿Debería fingir ahora? No, era poco estúpido comenzar a actuar cuando ella se acababa de dar cuenta.
— La verdad es que nunca he sido de quedarme en un solo sitio por mucho tiempo. Viajo mucho, me muevo bastante entre países algunas veces —le explicó. Entraron a la biblioteca y tomaron asiento, uno frente a otro—. Yo supongo que perdí un poco mi acento con el tiempo.
— Ah, entiendo. Pues manejas muy bien el español —le dijo sonriendo. Tomó su libro, buscándo las páginas para marcarlas. Cuando las encontró, lo dejó extendido sobre la mesa.
Él observaba sus acciones mientras hablaba— Gracias. El español es solo uno de los tantos idiomas que he tenido que aprender con los años. Realmente no es difícil, solo es cuestión de acostumbrarse.
Y Adrien había tenido mucho tiempo, probablemente siglos para acostumbrarse.
— ¿Qué? ¿Eres políglota?
Soltó una breve risa ante el comentario. Proyectó en su mente la idea de que en verdad podía hablar cualquier lengua. Por supuesto que no le declararía eso, pero su inocencia se le antojaba tentadora.
— Se podría decir que sí, sí.
— ¿Qué idiomas hablas? —preguntó en tanto terminana de acomodar sus cosas en la mesa.
Adrien analizó— Uhm pues, además del italiano y el español, portugués, alemán, inglés y ruso —le dijo, tratando de capturar la mentira para que no se le volviera a olvidar después.
Esos seis le parecieron suficientes para sujetar el engaño.
— ¿Cómo lograste aprender tantos?
— No es tan difícil cuando tienes mucho tiempo. Aunque tampoco me consideraría un experto, a decir verdad —continuó—. Pero también puedo comprender las lenguas muertas —le confesó.
Pese a que no le pareció buena idea, no pudo resistir presumir acerca de sus habilidades.
— ¿Lenguas muertas? —lo miró con fascinación.
No quería admitirlo, puesto que recientemente habían herido sus sentimientos al no ser correspondidos, pero incluso cuando se oponía internamente a ver a Adrien de otra forma, le era prácticamente –y literalmente– imposible. Y él lo sabía muy bien.
— Lenguas como latín —especialmente esa, dado que era su lengua materna—, griego antiguo, hebreo y cosas así.
Rouse estaba intrigada, ni siquiera se molestó en dudar si le estaba mintiendo solo para impresionarla— Suena a algo que haría un sacerdote, ¿es algo así? —lo pensó—, ¿fuiste parte de una iglesia o una religión?
Adrien rió con esas palabras— No. Por suerte
— ¿Por qué lo dices?
Buscó las palabras adecuadas— Digamos que... —se mantuvo un momento en silencio, pensativo—. Digamos que no me llevo muy bien con Dios.
Rouse inclinó la cabeza— Ah, ¿no? —él nego— ¿Hiciste algo malo?
¿Algo malo? Pensó que el término no era adecuadamente justo para describir lo que era él en realidad. Él no cometía actos crueles. Él era la personificación de la crueldad. Aunque últimamente ya no lo parecía tanto. Incluso Melisa lo pensaba seguido, ¿no?
Y volver a tener esa reflexión le hizo dar repudio de sí mismo.
— Supongo que se podría decir que sí —murmuró con un poco de seriedad, sin añadir más detalles.
Rouse se quedó pensativa, ajena al verdadero trasfondo de la respuesta.
— Uhm... Bueno. No soy muy religiosa, pero bajo la lógica, supongo que si en verdad te arrepientes, puedes estar tranquilo, ¿no?
— Sinceramente, no creo que eso vaya a funcionar, de todas formas —parecía que hablaba más para sí mismo.