Eran aproximadamente las nueve de la noche cuando Mel salía de la universidad. Apenas habían pasado un par de días desde la visita indeseada de su madre. Se sentía mejor, pero no lo suficiente; el agotamiento mental aún parecía perseguirla con más fuerza de lo habitual. Pero ya se le pasaría luego.
Al llegar a su casa, se dio cuenta de que los cajones de la cocina estaba prácticamente vacíos. En medio de sus problemas personales había olvidado por completo reabastecer la despensa. Ni siquiera había comido nada en todo el día, y el hambre comenzaba a hacerse insoportable. Sin más opción, se vio obligada a ir hacer sus compras lo más rápido posible.
Podría decirse que incluso hizo un esfuerzo por correr antes de que el supermercado cerrara. Era tarde, el reloj avanzaba a una velocidad cruel y ella sentía el apuro en cada paso.
Al entrar al mall una extraña sensación la invadió, una mirada. Le empezaba a preocupar, alguien la estaba observando, o no. O tal vez era solo la paranoia que reflejaba su aún decaído estado de ánimo.
El super estaba en el sexro piso, definitivamente no correría todos esos escalones y las escaleras eléctricas casi siempre estaban llenas cuando las tiendas estaban apunto de cerrar, no quería agobiarse entre la multitud, tampoco es aue tuviese el tiempo, entonces decidió subir por el ascensor para ahorrar unos minutos.
Contó los segundos.
Un hábito que le mantenía distraída de la incomodidad que le causaban los espacios cerrados. Los odiaba, y mucho más cuando eran extremadamente pequeños –eso era lo que percibía bajo sus sentidos, el espacio realmente era de tamaño regular–
Salió del cubículo ni bien se abrieron las puertas metálicas.
Dentro del local, persistía esa misma sensación incómoda y eso le obligaba a mirar sobre sus hombros por ciertos momentos, lo más disimulada que podía ser. Intentó no hacerlo tanto, no quería parecer extraña frente a otras personas.
Cuando tuvo las compras hechas, se apresuró a guardar todo en su mochila, para no tener peso en las manos. Miró hacia su izquierda, las escaleras estaban mucho más llenas ahora, y temía que la gente le sofocara, decidió bajar por el mismo ascensor.
Aguardó su turno a que una jóven pareja lo usara primero, le molestaba estar en ese tipo de situaciones.
Cuando el ascensor volvió a subir hacia ella, ingresó, ahora sola. Contó los segundos otra vez.
Los segundos en su mente iban a la par del movimiento, hasta que dejaron de alinearse; su conteo avanzaba, pero el ascensor no.
Al principio pensó que los botones se habían quedado pegados y era una parada habitual, intentó presionar el botón del primer piso, nada sucedió. Con el pecho empezando a acelerar su ritmo, comenzó a oprimirlos todos sin siquiera darse cuenta de lo que chancaba. Se detuvo cuando las luces empezaron a titilar. Dieron un último parpadeo y se desvanecieron, dejándola sumida en total oscuridad.
Eso empeoró la situación. La negrura le hacía sentir que el espacio se reducía aún más. El silencio se sentía ensordecedor. Quería mantener la calma pero no podía controlar las contracciones de su corazón. No sabía si gritar como ayuda, tampoco quería quedar como una niña asustada.
Primero pensó que era una falla técnica, y trató de mantener la calma hasta esperar que alguien lo reparara pronto, aunque le costaba bastante. Sin embargo, el tiempo corría y cada segundo en la oscuridad le perturbaba.
Después de un rato, su celular se iluminó y vibró en su bolsillo. Un número desconocido aparecía en la pantalla. Creyó que era su madre, por lo que ignoró las tres primeras llamadas. Su teléfono volvía a vibrar y la cuarta llamada hizo que se inquietara, sintió un leve presentimiento.
Sumado al vacío en su estomago, sentía como su interior se revolvía.
Notó que su teléfono estaba por apagarse, no había tenido tiempo de cargarlo al llegar a su casa. Tomó la determinación de atender la llamada con la poca batería que le quedaba.
Al responder, se escuchaba un suspiro proveniente del altavoz— ¿Aló?
Silencio.
— ¿Hola? —su propio eco resonaba en las paredes— ¿Quién habla?
— ¿Estás disfrutando del pequeño encierro? —preguntó la persona del otro lado de la línea.
Se quedó helada. Se había equivocado, no era su madre. Era una voz rasposa, masculina, y que no supo identificar.
— ¿Quién diablos eres?
Hubo un largo minuto de silencio a través del teléfono, dejando pasar únicamente la estática. Luego se escuchó una risa grave por parte del responsable de conectar la llamada.
— No importa quién soy — Le erizó la piel. Había un dejo de burla en el tono que a Mel no le terminaba de agradar.
— ¿Qué es lo que quieres? —preguntó con falsa dureza. La agitación en su respiración la traicionaba.
— No mucho —contestó—. La verdad, me conformo con disfrutar tu desesperación.
Melisa miraba el espacio a su alrededor, sin ver nada realmente. Eso la dejaba un poco más angustiada y le oprimía el tórax.
— Si es una jodida broma, necesito que pares.
El hombre no respondió, parecía continuar riendo, se estaba divirtiendo de ella desde la comodidad de donde sea que estuviera.