Almas carmesí

24 | Repelús

— ¿Tú que haces ahí? —preguntó nerviosa— ¿Has estado conmigo todo este tiempo?

Adrien estaba sentado en un pequeño costado, apoyado contra la pared, con la frente ligeramente inclinada y los brazos cruzados sobre sus piernas, que quedaban a la altura de su tórax. Al escuchar el grito, levantó más la cabeza.

— Obviamente —respondió.

Melisa se reacomodó, volviendo a su posición original en cuclillas, con los brazos en el suelo para estabilizarse. Volvió a enfocar su rostro con la linterna para poder saber dónde estaba.

— Entonces, ¿eres tú el que me estuvo siguiendo desde lejos?

— No. No sé de qué hablas. Te he seguido como siempre.

— No, pero —intentó explicar—. A la distancia —Adrien negó levemente con la cabeza, inmune a la luz reflejándole el rostro directamente—. Estoy segura de que alguien ha estado vigilándome desde lejos desde que entré al centro comercial.

— Pues no fui yo —miró las paredes que lo rodeaban antes de continuar—. Tal vez fue el tipo que te encerró aquí. Muy original, por cierto —dijo con un toque de sarcasmo.

— No tiene gracia —terminó por dejarse caer para y dejar sus piernas extendidas, imitando a Adrien.

— Para ti tal vez no —respondió Adrien—, pero yo me estoy entreteniendo un poco aquí.

Melisa suspiró pesadamente, sin darle tanta importancia a su comentario. Su linterna alumbró hacia el frente, pensando, con la poca lógica que la ansiedad le permitía, qué tanta fuerza necesitaría para abrir aquella puerta.

Pero sus pensamientoa también giraban en torno a aquella voz que había asegurado que nadie vendría a ayudarla. Era tarde, el personal ya se habría retirado, y no llegarían sino hasta mañana. Probablemente aún quedaba uno que otro empleado, pero si acaso vieron el ascensor atascado, no le tomaron importancia.

— ¿Tienes alguna idea de quién es? —le preguntó a Adrien.

— Mel —«¿Mel?»— ya sabes que soy un demonio, no Dios. No lo puedo saber todo.

De repente, la linterna se apagó. El teléfono ya no tenía más batería. La agitación de Melisa comenzó a volver.

— Cálmate, no vas a morir aquí

— No es tan sencillo, ¿sí?—su respiración se volvía cada vez más pesada, se escuchaba perfectamente. Se dejó caer totalmente para apoyarse en las piernas—. No me gustan los espacios cerrados.

— ¿Qué? —soltó una risa. La idea le resultaba ridícula. Tener claustrofobia. Culpa de su esencia, supuso—. ¿Pretendes hacerte bolita? Las paredes no van a comerte.

Si, ella sabía eso, pero su conciencia no.

— ¿Cómo sabes lo que estoy haciendo si no se puede ver nada aquí?

«No me digas que»

Yo puedo ver de todas formas —se cruzó de brazos—. Mis sentidos son bastante más finos que los tuyos, puedo ver todo lo que estás haciendo.

«Claro que puede. No sé que me sorprende exactamente»

Rondó la idea por su cabeza un momento hasta que volvió a caer en cuenta del espacio, y lo que había dicho aquel hombre por teléfono.

Tomó una gran bocanada de aire, todo el que pudo, pero se estaba sofocando, y empezó a respirar con fuerza, cada vez más rápido, no dándole a sus pulmones el tiempo suficiente para intercambiar el poco oxígeno que lograba entrar.

— ¿No estás exagerando un poco? Te vas a hiperventilar.

Sí lo sabía, sabía que estaba exagerando pero no tenía idea de cómo detenerlo.

Melisa recogió más sus piernas, abrazándolas, como si buscara protección en sí misma.

Los recuerdos de su niñez con Thomas vinieron a su mente. Cuando la encerraba en cajas grandes, lo suficientemente amplias para que ella pudiera caber. Las sellaba con cintas industriales, que eran dificiles de despegar, durante horas y luego la hacía rodar por todo el lugar.

Recordaba también cuando la lanzaba de las escaleras, y aquella vez cuando nadie más que ellos estaban en casa y la empujó hacia la piscina del patio, incrementando su exasperación por querer salir antes de aue se ahogara. De haberlo hecho, seguro no le habría importado, ni a él ni a nadie en esa casa.

A veces tenía la amabilidad de hacerle pequeños agujeros a la caja para que pudiera respirar, como si fuera un ratón enjaulado. Solo a veces.

Era su juguete.

Adrien estaba frunciendo el ceño ante el cambio de expresiones que se iban formando en su rostro mientras repasaba sus recuerdos.

— Estás pálida —comentó, llamando su atención de vuelta—. Sinceramente, no logro entender por qué estás tan ansiosa.

— Me encerraron, Adrien. Y no tengo la menor idea de quién es el tipo que lo hizo. Podría hacerme daño, qué se yo.

— Ya te dije que no morirás ni nada parecido. Deja de desesperarte.

— Las personas mueren por intoxicación de dióxido de carbono, ¿sabes?

— Aquí hay suficiente oxígeno —miró hacia arriba—. Hay una rejilla de ventilación en el techo, así que cálmate. Si te mueres por intoxicación será porque tu misma lo provocaste con tu respiración superficial —parecía no haberlo escuchado—. Además, no te encerraron sola realmente.




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