Almas carmesí

32 | Diferido

En lo alto del abismo, se encontraba con una pierna apoyada sobre la otra y su mentón descansando sobre la muñeca, sentado sobre el afilado trono hecho de pura obsidiana. La oscuridad lo rodeaba, resaltando el contraste entre sus ojos brillantes contra el cabello y su piel.

Observaba a través del piso de cristal, que le ahorraba la molestia de utilizar sus poderes para apreciar lo que pasaba del otro lado. Allí abajo, las almas atormentadas se retorcían en su sufrimiento, separadas en segmentos, cada una correspondiente al nivel de su tortura merecida a lo largo de todas sus vidas pasadas.

Podía ver los rostros desencajados, las manos estirándose, suplicando redención.

Los gritos y lamentos resonaban en su mente, en una sinfonía de desesperación. Le habría complacido apreciar el espectáculo en otro escenario, de no ser poque tenía otras prioridades que resolver.

Además, la vigilancia que le habían impuesto, cual niño pequeño que requería supervisión, no dejaba que disfrutara lo más mínimo. Lucifer había puesto a su hermano a seguirle el paso de cerca para asegurarse de que no escapara de lo que tenía para decirle.

Le irritaba saber la desconfianza que había cultivado en la cabeza de su padre. Pero le molestaba todavía más saber que lo consideraba inepto.

— Deja de estarme rondando —habló entre dientes al escuchar el sonido repetitivo de la bola de metal golpeando contra las rocas, mientras se sostenían a unas cadenas.

— ¿Qué? ¿Es a mí? —preguntó Dante.

— Sí, maldita sea —exclamó un poco, levantando tanto la voz que el eco tardó en disolverse en la caverna—. ¿De verdad necesitas estar siguiéndome tan de cerca?

— No hagas tus rabietas conmigo. Lucifer fue quien quiso verte. Lo único que hice fue informarle sobre tus prolongadas ausencias y el descaro abandono de tus obligaciones aquí —caminó derecho y lentamente, con una mano detrás como un militar, mientras en la otra jugaba con la bola de metal.

— Ya te había dicho que estaba ocupado —contestó, tratanto de distraerse con las imágenes que tenía bajo sus pies. Las escenas de agonía que se reproducían ante sus ojos y el sonido eran indescriptibles para el entendimiento humano; gritos rn ciclos eternos—. Necesito estar en el plano terrenal por más tiempo. No puedo regresar. Por lo menos, no pronto.

— Bien. Ve y explícaselo a él —señaló hacia el pasillo, casi imperceptible por la negrura del ambiente, con una mirada cargada de mofa desafiante—. Aprovecha e inclúyele esa parte aquella donde aún eres incapaz de poder controlar muchos de tus poderes. Como el mocoso que eres.

— Cierra la boca.

Evidentemente, lo que más le desagradaba era que Dante se jactara de su completa dominancia. Él no había podido hacerlo aún, le estaba costando mucho más trabajo que a él, y eso le daba a su padre una razón más para calificarlo de incompetente, y eso le resultaba insuperable.

A él no le gustaba admitirlo porque significaría que estaba permitiendo que sentimentalismos humanos lo consumieran, pero no podía evitarlo y le hacía sentir inferior pensar en ello. La preocupación por la aprobación de su padre lo devoraba por dentro.

Miró hacia el suelo nuevamente, donde las almas seguían su danza de toemento, y en ese momento, sintió cómo la soledad lo envolvía como una sombra. No podía enfrentarse a su propio padre, y tampoco podía igualarlo.

— ¿Por qué carajo tarda tantos días en atenderme como si yo fuera un jodido mortal? Él fue quien solicitó verme. No sabía que necesitaba una cita para disponer de su presencia.

— Es un ser demasiado ocupado. No seas insolente —replicó, con un tono autoritario.

— Me importa una mierda lo ocupado que esté. No puede simplemente dejar de atender a su propio hijo cada que él mismo pide verme. Yo también estoy ocupado.

— ¿Tú estás ocupado? —Dante soltó una carcajada revuelta con desprecio— ¿Ocupado con qué? ¿Con tu mortal de juguete? —lo observó, esperando la reacción ante la provocación, disfrutando cada segundo.

Y efectivamente, esa mención llamó la antención de Adrien, que solo respondió con una mirada amarga, su cuerpo hervía.

La había encontrado también.

Le habría torcido el cuello para callarlo de haber sido posible.

—. No te encariñes mucho —continuó Dante—, Mel no debería estar más tiempo fuera.

Adrien se contuvo. Estaba apretando tanto los puños que se empezaba a enterrar un pedazo de roca en la muñeca— Ya te he dicho que te calles, deja de hablar estupideces —gritó con rabia retenifa en su interior—. Yo tengo que encargarme.

Se dio cuenta del leve ardor en su piel donde la piedra le estaba dejando marca, pero levantó un poco el brazo, esperando que la herida cerrara en unos segundos, sin prestarle más atención.

Su voz resonante provocó que aumentara el sonido de los lamentos, provenientes desde abajo.

— Alteras a las almas con tus berrinches de adolescente —le lanzó una mirada gélida. Como si fuera su mentor reprobando su comportamiento. No toleraba esto.

— ¿Y a ti qué mierda te importa?

— Yo que tú cuidaría muy bien cómo te diriges hacia mí —le amenazó, con tal suavidad que contrastaba con el comportamiento de Adrien.




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